27.11.06

Charcutería noir


Y ahí estaba yo, con la rebanadora encendida y un lápiz en la oreja. Ella, sentada al otro lado del mostrador, vestía un sombrero que ocultaba parcialmente su delicado rostro. Se sentaba con mucha seguridad sobre el taburete mientras fumaba de un longuísimo cigarrillo con boquilla. ¿Cuál es el motivo de su presencia? ¿Por qué esta misteriosa mujer vino hasta acá? ¿Por qué no me habré puesto algo de desodorante antes de salir?

— Me da medio kilo de jamón de pavo, por favor. — Dijo súbitamente con voz ronquita.

¿Jamón de pavo? ¿Por qué no de pierna? ¿Medio kilo? ¡Ja! Lo tengo. Si quiere medio kilo es porque no vive sola.

— ¿Rebanadas finitas?, le dije
— Sí, supongo, respondió sin titubear.

Esta mujer es un enigma. Delicioso enigma. Está muy segura de lo que quiere. En ese momento, mientras rebanaba y rebanaba ese medio kilo de jamón de pavo, recordé haberla visto un par de semanas atrás. Tenía que ser ella. Son muy pocas las mujeres que vienen para acá trajeadas al más puro estilo de la post depresión norteamericana. Era ella. Sus labios rojos también la delataban. En aquella oportunidad fue atendida por un chamo que no trabaja más acá, un tal Joao. Mientras él la atendía, yo limpiaba mis cuchillos en la batea que está allá y la miraba de reojo, justo como lo hago ahora mientras rebano medio kilo de jamón de pavo. En aquella oportunidad vino sospechosamente pidiendo medio kilo de jamón de pavo y también…

— …medio kilo de queso amarillo, por fa, dijo mientras su dedo índice recorría lentamente el vidrio del mostrador, como jugando con los embutidos, como saboreándolos desde ahí.
— Okey, respondí.

En ese instante supe que algo se traía entre manos. A quién se le ocurre llevar medio kilo de jamón de pavo y medio kilo de queso amarillo. Todo el mundo sabe que el jamón rinde más y la proporción ideal es de setecientos gramos de queso por cada medio kilo de jamón. Más aun si es de pavo ¿Qué planeaba esta fascinante mujer?

— Disculpe, tiene salchichón de tapara, me interrogó.
— No, no nos queda, le dije.

Era mentira. Sin que lo notara, oculté el salchichón de tapara que estaba a mi derecha, justo al lado de la rebanadora.

— ¿Y eso que está ahí, justo a su derecha, al lado de la rebanadora, no es un trozo de salchichón de tapara?, preguntó de golpe con un tono de voz cada vez más ronco y sensual.
— No, respondí en seco.

¡Maldita! Me conocía muy bien. De cualquier forma, no permitiría que se llevara también el salchichón de tapara. No podía contribuir con unos planes inciertos que seguro estaban llenos de perversión.

— Ah, bueno. Está bien ¿Cuánto le debo?, me preguntó mordiéndose levemente los carnosos labios rojos.

Mientras ella se mordía los labios, yo imaginaba guarradas. Es que me provocaba justo en ese instante traerla a este lado del mostrador, ponerla justo contra la pared y…

— Hoy va por cuenta de la casa, respondí como un autómata.

No sé si mi reacción era causada por algún narcótico novedoso o por no tener mujer desde hace tres años, pero lo cierto es que no pude hacer nada más. Quedé inmóvil.

Ella, tomó la bolsa con el jamón y el queso, se dio media vuelta y caminó hacia la salida, lentamente, contoneando su cuerpo a contraluz, mientras se escuchaba un sensual solo de saxo. Yo la veía sin poder hacer nada, con la esperanza de volver a encontrarme con ella dentro de dos semanas. Pero me pasaría como a Joao. El jefe me despediría al darse cuenta de mi desliz. Ya era uno más en la lista de esa femme fatal. La próxima víctima sería Freddy, un inocente muchacho que estaba mirando todo de reojo, mientras limpiaba sus cuchillos en la batea que está por allá.


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22.11.06

Yo quiero


cantar en una banda show, subir al bolívar, enamorarme en el metro, pagar la cuenta, pronosticar —y acertar—, saber cómo llego a tokio, escribir sin ver el teclado, tomar esa foto, un día sin tráfico, dormir contigo en kiribati, ver a la vinotinto en una copa del mundo, un gelato en venecia, observar, que no me preguntes por eso, conocer a mick, soñar más a menudo, tener cinco hijos, tomar el avión a tiempo, ir al piso 11, dormir contigo en brujas, pelear por nada, una fría, estar con mis amigos un rato más, sentirme cómodo en el transporte público, entender si son necesarias tantas loterías, mil películas en dvd, callarte la boca, no hacer nada hoy, ganar en el póker, dormir contigo en pitcairn, saltar en bungy desde el angostura, escribir mejor, devolver el tiempo, ver una peli, que me preguntes, hacer bromas por teléfono, prescindir de tu mala compañía, un poco de agua, patentar mi desorden, dormir contigo en higuerote, verelfinalsentadofrentealcaribejustocuandoempiceaenvejecer, dormir un rato más, casarme varias veces, dibujar mejor, tener comida caliente, jugar para el caracas, una tarde en mérida, saber qué piensas, hacer cine, ir a mesopotamia en paz, aprender poesía, dormir contigo en buenos aires, que el viejo regrese, que me comprendas, ser—más—específico, besarte un rato más, reírme contigo, ser niño, verte feliz, ir al junquito en tren, saber qué hora es, dormir contigo en moscú, recordar tu nombre, a tu hermana, pescar en guacarapo, ir a un boca river, desvelarme viendo tv, pasear sin rumbo, contar un buen chiste, ayudarte, ver el ávila desde mi balcón, dormir contigo en caracas, que pase algo, cantar cuando me baño, fumar un cigarro, escucharte reír, verte otra vez, cocinar el almuerzo, que te des cuenta, jugar chapita, perder el miedo al ridículo, dormir contigo a escondidas, escuchar esa canción, entender, un cuadro de miró, sentarme a escribir, que apagues la luz, una pelea entre razor ramon y el enterrador, querer un poco menos, caminar de espaldas, levantarme temprano, dormir contigo…

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Crónicas de un mochilero (XV)



Fue frente al Pompidou

El sol estaba inmenso y el cielo limpio, sin una nube. La temperatura era agradable para ser una mañana de verano. La gente —que era muy poca a esa hora— estaba feliz por las calles de París. Por lo menos, así lo percibí ese domingo. No recuerdo específicamente qué hizo que me bajara en la estación Châtelet para luego caminar unas cuadras por el Boulevard de Sébastopol. Mi paso era lento. Andaba a la misma velocidad con la que puedes saborear un buen helado.

En mi recorrido por el boulevard busqué, sin mucha suerte, algún sitio para poder tomarme un café. Estaba en París y quería tomarme un café. Tal vez todo estaba cerrado porque era domingo, muy temprano para un domingo al parecer. Saqué el mapa, me senté en plena acera y comencé a preparar mi jornada. Quería llegar —cómo no— a la Torre Eiffel. El mapa que había comprado al llegar a París era muy grande. Terrible. Se desdoblaba en infinitas partes y ubicarse en él era muy complicado ¡Qué carajo! No voy a perder más tiempo buscando. Caminando llegaré.

Mi instinto me decía que debía seguir derecho y cruzar en algún momento. Mi instinto no conocía París y mientras caminaba dejaba cada vez más lejos la Torre Eiffel. En ese momento no sabía que a mis espaldas, a tan sólo tres cuadras, estaba el Sena y que desde ahí se puede divisar la torre. De Sébastopol giré hacia la Rue Rambuteau y luego me metí por la Rue Saint—Martin. Habré caminado unos 20 metros por la Saint—Martin cuando descubrí algo impresionante.

Paré mi andar en seco por unos segundos y contemplé, totalmente sorprendido, aquella estructura. Frente a mi estaba uno de los edificios más increíbles que había visto nunca. No era el más grande, ni el más lujosos, pero sí era el tipo de sitio que te deja con la boca abierta. Mucho más si no esperas toparte con algo así. Aquello rompía con los añejos edificios parisinos. Era como un rompecabezas, parecía de mentira. Era el Museo Nacional de Arte Moderno Georges Pompidou.

Frente al Centro Pompidou hay unos escalones dispuestos de tal forma que permiten que uno se pueda sentar a admirar aquella obra de arte. Adentro, me toparía con Andy Warhol, Jean Arp, Alexander Calder, Jean—Pierre Raynaud, el cinetismo de Cruz—Diez, una brutal exposición de arte chino distribuida en una gigantesca maqueta de Pekín y con Gabriela, la mexicana, mi primera amiga en este viaje. Para llegar a ese punto tendría que esperar hasta las 11 de la mañana. A esa hora abre el museo. Mientras, encontré una máquina de café instantáneo. Ese sería mi primer café en París. Un café de máquina como el que tomo en Caracas. Vainas de la globalización. Me senté en las gradas a comprender el mapa, para hacer algo de tiempo, tomando mi primer café. Mi primer café, frente al Pompidou.

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7.11.06

Cien


Quién lo diría. Van 100 posts. Cien resacas.

Por acá ha pasado de todo en estos últimos meses. Todo comenzó por allá en febrero. Una mañana de ocio. Ahora, lo que fue una iniciativa para ver que tal resultaba esto del blogueo se ha convertido en una rutina. Ojo, una rutina con altibajos. Porque este espacio no es más que el reflejo de quien les escribe. Un tipo normal que tiene altibajos. Hay días en que este tipo amanece con ganas enormes de escribir algo y otros en los que no se presta para eso, pero siempre con un cargo de conciencia por el deber no cumplido.

Este post, uno de los más melosos en la historia de este blog, está acá en agradecimiento a todos los que se dan una vuelta por este sitio. A los que reclaman por la impuntualidad de las crónicas y a los que se atreven a visitar una y otra vez este experimento. Gracias a los que se atreven a publicar algún comentario. Gracias a las gentiles colaboraciones de ustedes, mis amigos. Todo eso se aprecia de este lado del monitor.

No sé qué puede pasar de aquí en adelante. No sé si el ritmo aumente o disminuyan las visitas. Lo cierto es que hasta ahora la he pasado muy bien. Brindo por eso. Cien resacas no son nada.

El Chamo del 114

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Crónicas de un mochilero (XIV)


Paris, al fin

Llegué a París un domingo muy temprano. El hangar principal del Gare du Nord tiene un techo infinito. Es una estructura inalcanzable. Impresionante. Yo me veía diminuto ante aquello.

Decidí en ese momento que no podía perder tiempo y me dispuse a tomar el metro hasta la estación Hoeche. Ahí, según tenía en mis apuntes, estaría a tres cuadras de un albergue juvenil, el Cite des Sciences en Saint Gervais. No hice reservaciones. Nunca las hice en todo el viaje. Me arriesgaba y llegaba al sitio en busca de una cama y un locker para guardar mi pesada mochila.

El metro de París puede ser difícil para un novato por su complejidad. Son 14 lineas que atraviesan toda la ciudad. Así que tome mi tiempo mientras buscaba la forma de conectar con Hoeche. Mientras caminaba por los pasillos subterráneos me topaba con violinistas que hacían competencias entre su música fresca y el típico hilo musical de las estaciones de metro. Si el metro de París es complejo, también lo son sus pasajeros. Aquello estaba repleto de turistas asiáticos, trabajadores africanos y uno que otro parisino. Alguna señora hablaba sola mientras se sostenía fuerte de un pasamanos, otros niños jugaban entre si y había muchos que sólo miraban al horizonte, como perdidos. Curioso es que el horizonte no quedara a más de dos metros de sus narices, justo donde estaba la ventana del vagón.

Al salir de la estación Hoeche me sorprendió el sol que estaba radiante esa mañana. También noté que los periódicos los dejaban amontonados en paquetes al principio de las escaleras de acceso y la gente los tomaba de a uno sin vandalizar. Me sorprendería más tarde, estando en un baño público, que no existieran retretes, sino una especie de hueco en el piso donde la gente deponía sin apoyo alguno.

El Cite des Sciences quedaba en un barrio de iraníes y turcos. Estos inmigrantes poblaron la zona con negocios que no les permitían olvidar sus raíces. Restaurantes de comida típica, centros de telecomunicaciones con ofertas para llamadas a Estambul o Teherán y mercadillos repletos de olores distantes a París.

Después de caminar poco más de 200 metros, di con el hostal, el Cite des Sciences, mi casa en París. Ahí dentro todo era joven, con vida. Había gente multicolor desayunando en el comedor, otros tantos veían las noticias en el televisor de la sala común y alguno se preparaba a salir en bicicleta para dar una vuelta.

En la recepción me explicaron que tenían disponible una habitación de seis personas. Mixta, pregunté. No, sólo para hombres, me contestaron. En principio, me desilusioné, pero no importó. Dejé la mochila guardada en un armario y me explicaron las normas para usar el cuarto de lavandería, el horario del comedor y cómo debía separar mis cosas en la nevera y la alacena.

Subí a mi cuarto y ya a esa hora no había nadie. ¿Quién puede desaprovechar tan solo un segundo en la ciudad luz? Y así, con un koala en el hombro fui rumbo al Metro a ver qué tenía París para mi esa mañana de domingo.

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