30.1.08

Crónicas de un mochilero XXVIII


Brujas y mis descuidos


Breve recordatorio del viaje hasta este punto, para lectores con poca memoria y el narrador que olvida:
Nuestro temerario héroe había llegado, sin planearlo, a Brujas en Bélgica. Cuestiones del azar y otras hierbas. Recordar es vivir [link]

Llegar a Brujas de esta manera me hacía sentir confiado. Poco importaba ya el itinerario que me había planteado una y mil veces en Caracas. La falta de comodidad hogareña le hacía bien a mi espíritu. Tenerlo todo planeado podía tornar la travesía en algo tedioso, por lo menos eso pensé estando ahí parado en el vetusto hangar. Eso sí, tampoco la cosa iba siempre de improvisar. Tomé una guía de hostales que llevaba conmigo y comencé a buscar albergue. Según esto, el más próximo estaba a unos dos kilómetros de la estación central. Ahí mismo, pues. La verdad, la mochila se me hacía pesada y, a pesar de estar a unos 15 minutos a pie, me decidí por usar el transporte público. Podía acercarme en autobús. Tenía que montarme en el número dos y bajar en la tercera parada. Hasta acá todo bien.

El conductor del autobús se mostró bastante amable conmigo. No hablaba inglés, pero hicimos rápida empatía gracias al lenguaje de señas. Eso pensé. Estoy seguro que él también. En todo momento se mostró dispuesto a ayudar. Lo cierto, las señas no resultaron tan universales como pensaba. Lo noté cuando me tocó bajar y darme cuenta minutos después, mapa en mano, que me había dejado a unos siete kilómetros del hostal. Era mi culpa por confiar en las señas y no percatarme que había abordado el bus número tres. ¡Era el dos, pendejo! Me toca caminar, pensé, y sin buscar otra alternativa emprendí el recorrido.

Muy a pesar del verano y de la pesada mochila y de mis pocas habilidades atléticas, el recorrido se me hizo, en retrospectiva, imprescindible. Recordé lo que había aprendido: al caminar se conoce a fondo la ciudad, se disfruta y se llega hasta el punto de sentir pertenencia por aquel lugar. En poco menos de una hora decidí que quería que mis hijos crecieran en una ciudad así. Brujas opacó mis recuerdos parisinos por un instante y la encontré perfecta, tranquila, amable. Muchos puentes componen esta ciudad de casas con techos a dos aguas y ciclistas por doquier. Con cada cuadra recorrida ya iría olvidando todo lo demás para embelezarme con la oportunidad que mi descuido me había dado. Fue el azar, una vez más, pero no el último descuido.

Sin darme cuenta había llegado al hostal, Albergue Europa, un sitio enorme. La pequeña entrada que da a la calle Baron Ruzettelaan, oculta las dimensiones del lugar. El hostal más grande que había visitado, sin dudas. A modo de bienvenida me topé con una plazoleta redonda en la entrada, adornada por flores que se me asemejaban a tulipanes amarillos y rojos, y noté que las paredes estaban revestidas por pequeños ladrillos muy marrones. Parecía uno de esos grandes colegios salesianos. Me acerqué agotado hasta la puerta. Estaba cerrada. Un letrero avisaba que los domingos abrían después de las catorce. En la guía se señalaba claramente el horario, pero una vez más no me percaté. Tendría que esperar. Puse la mochila en el suelo y fue entonces cuando escuché hacia mi costado izquierdo lo que parecía una trompeta terriblemente desafinada.



Ubicación al escribir esta entrada: 
Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50'W

14.1.08

Sigo tomando ron


Antes de salir llené la mochila de recuerdos y paisajes. Lo único que poseo y siempre me acompañó. En el bolsillo llevo algo de cambio y trozos de lo que en vida fue un panfleto que invitaba a aprender a hablar francés gracias a las novedosas técnicas del profesor tal, respaldadas por acuciosos testimonios de anónimos satisfechos. Según leí, en su momento, la cosa era fácil. Caminando calle abajo, por la acera como corresponde, me topé con la mujer que me veía a lo lejos en aquel vagón de metro que, atiborrado de gente, se me hizo el lugar más cómodo de toda Caracas. Ahora ella entonaba para si una canción ridícula que aprendió en una visita al Museo de los Niños años atrás. Yo no lo sabía, pero lo deduje por la expresión de su rostro. Estaba ida, tal vez trasvolándose hasta el museo y más atrás. “Qué loca”, pensé y seguí mi rumbo; recordando el episodio, maldije al desconocido que escogió aquel momento sublime en que nuestras miradas se encontraban en el subterráneo para liberar flatulencias reprimidas por minutos. Ese olor se hizo presente, de nuevo, y, como entonces, tuve que aguantar la respiración. No paré mi rumbo porque hace rato me estaban esperando y, como es normal en el Caribe, ya iba tarde.

Desperté desorientado. Hacía mucho calor y me encontraba en una cama que no era la mía. A mi lado estaba una chica que tampoco me pertenecía. Por lo menos no la recordaba así. Ella me abrazaba y seguía durmiendo. Roncaba. Tal vez eso fue lo que me levantó. O fue el calor. Quizá el dolor de cabeza. Sin saber por qué, de manera instintiva, acaricié sus cabellos. Palpé su rostro como buscando otras formas de reconocerla, tratando de indagar cómo había terminado a su lado, en aquella habitación decorada con motivos infantiles. Ella no paraba de roncar. Tantos peluches ridículos puestos en una repisa llamaron mi atención. Estuve intranquilo, como alguna vez. Me asusté. Estaba a punto de desesperarme. “¡Qué carajo hice!”. Me di un segundo. La vi bien. Definitivamente no era ninguna niña. Sentí alivio. Tal vez era la mamá de alguien. No me quiero enterar. Desorientado, decidí que era momento de irme. Con cuidado la aparté de mi lado, la arropé y me quedé un rato a su lado tratando de descifrar su identidad. Nunca la había visto, por lo menos eso pensaba. Tomé mis cosas, me vestí y salí con cuidado de aquel cuarto. Estaba en un apartamento que parecía de clase media. No había nadie. Fui a la nevera, comí algo de cereal con leche fría y lavé los platos. Luego, noté que mi mochila estaba tirada en el piso.

Mi primer día fuera comenzó tarde. Después del papeleo de rigor, firmar varias copias y estampar la huella de mis dedos índice y pulgar, tuve que esperar a un fulano que tenía que autorizar mi salida. Al llegar no me saludó. “Mañana debes presentarte temprano en tribunales. Ahora vete”, y me dio la mochila con mis cosas. Salí apresurado de aquel sitio. Cada segundo ahí me parecía eterno. Se abrió la última puerta. Afuera había luz y se podía respirar. Tomé una larga bocanada de aire. El aroma se sentía tan distinto, tan transparente, tibio. No aguanté y vomité repugnado. Me había acostumbrado a la mierda. Entre lágrimas vomité una vez más. Noté que había un letrero en donde se leía: “Bienvenidos”. Hijos de puta. Necesitaba reencontrarme con la vida. No pensé en otro lugar más apropiado y me enfilé hasta el bar de siempre. Ahí el tiempo parecía haberse detenido. Justo lo que necesitaba. Todo estaba igual. La misma decoración. La misma gente que se acercaba de a poco hasta abarrotar el lugar. Muchas mujeres irían llegando hasta el bar, llenas de historias. Todos ahí buscábamos escapar de algo y así nos entregábamos de lleno al alcohol confiando en su poder terapéutico. En ese sitio me sentí reconfortado, por primera vez en mucho tiempo. Trabajaban los mismos empleados de antaño. “Viejo, guarda esta mochila y me la das cuando me vaya. Hoy quiero beber en cantidad. Lo necesito”, le dije al mesonero. Él, complaciente como antes, me recordó. No preguntó por mi ausencia. “¿Te sirvo lo mismo de siempre?”, indagó. Correcto. Sigo tomando ron.


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4.1.08

Una chiva, una burra negra, una yegua blanca, una buena suegra


Año nuevo, vida nueva, dice la canción. Un nuevo ciclo temporal siempre es buen pretexto para implantarnos nuevos retos, cumplir con deberes que han quedado a medias o simplemente evaluar el récord de vida. A mi, a modo de penitencia, me da por hacer un recuento de lo que hice o dejé de hacer en el año que inmediatamente acaba de terminar. La evaluación de 2007 es agridulce. Como dice un buen amigo al referirse a una película: “fue de esas buenas/malas que no puedes dejar de ver”. Así fue el 2007, como una película de Steve Martin.

No me gusta ser ingrato, mucho menos conmigo mismo, pero el año pasado la cagué varias veces. Yo, que me caracterizo por mi eterna amabilidad para con la viejitas, confieso que últimamente no he tomado decisiones muy sabias ¡Quién lo diría! Con el paso de los años me esmero en ser más torpe. Sin querer, por instinto, acelero cuando está en rojo. Me la estoy comiendo. Coñazo. Choco de frente contra los eternos amigos de la policía de tránsito. Trato de arreglarlo a la vieja usanza ¿Me está sobornando? No, nunca sería capaz. ¿Y esos billetes? Son una ofrenda. Una ofensa, querrá decir. No me diga que ustedes son los incorruptibles. Sí, señor, medalla de plata de la delegación ¡Maldita sea! No diga esas palabras. ¿A quién le dan la de oro en su delegación, entonces? A los corruptos. Típico. Acompáñenos a la jefatura. Típico. Móntese en la patrulla. Okey, ¿pero puedo hacer una llamada? Si tiene saldo ¡Mierda! Cuidado con las palabras, señor. Creo que esa se puede decir. Creo que tiene razón ¡No te metas en esto, Pacheco! No puede ser que me salgan con lo de policía bueno-policía malo. No somos exactamente policías. Lo que falta es que me lean mis derechos, a lo gringou polís. ¿Cuáles derechos? Nada, sólo imaginaba en voz alta. Ahora que lo menciona, se imagina qué pasaría si a un gandolero se le aparece la sayona en pleno Siglo XXI. La sayona no existe, Pacheco ¡Coño, no, mejor me llevan preso de una vez! En realidad no pensábamos hacerlo ¿Entonces qué? ¿Qué de qué? ¡No me jodan! Jodido está, tiene aliento etílico. ¿Me creen si digo que era un caramelo de anís? Esos caramelos ya no existen. ¡Coño, me agarraron! Hace rato. Móntate que hoy te sale calabozo. Será.

Pues sí. Tomé malas decisiones, me fui por caminos irregulares, no insistí, jodí en momentos inapropiados, tuve poca paciencia y mentí cuando no debía. Todo derivó en que, a pesar de la buena fortuna momentánea, mi año no fuera de esos que uno recuerda toda la vida. Este año me hice la promesa solemne de cambiar. Me prometí mil veces evitar malos hábitos y comenzar desde cero ¡Éste es mi año! No habrá fiscal alguno que pueda evitarlo. Lo juro, así como lo hice el año pasado.

Aclaratoria:
Los caramelos de anís siguen a la venta.



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