28.4.08

ocho cosas

La Perfecta me trajo hasta acá. Otro meme. La tarea: enumerar ocho cosas que quieres hacer antes de morir. 

1.- Tener hijos. De varios tamaños y  colores. Pueden ser cinco, aunque es negociable. Procuraré no radicarme en China hasta que estén mayores.
2.- Escribir un buen libro.
3.- Hacer una película de bajo presupuesto que no me dé pena.
4.- Vivir frente a la playa.
5.- Trabajar como voluntario en alguna misión en un sitio inhóspito.
6.- Ir a la final de un Campeonato Mundial de fútbol y a la inauguración de unos Juegos Olímpicos.
7.- Viajar a más sitios de los que pueda recordar.
8.- Tocar la nieve.

En teoría, ahora deberían hacer lo propio ocho blogueros. No llego a tantos. Entonces: Elqueescribe, hijo, Bono, Lamássimpática, +Ari y Flequillo tienen tarea.

24.4.08

Raúl Amundaray


Pasó el momento. Yeneida no te recuerda. Ni nadie. El tiempo te sepultó. Ya no es lo mismo. Nótalo. Date cuenta. Es así. Warhol te maldijo, como lo hizo con la Taylor. Pero ella es la Taylor y tú no. Ahora debes explicarte un poco mejor para que te comprendan. No hay sobreentendidos. Las cosas como son. Sin jugueteos. No tienes tiempo para eso. Ni encanto. Ni nada. Pensaste que podías recuperarlo, pero sólo rehiciste una mala versión de ti. El peo es que pensaste. Y sigues pensando. Soñando de pie. Asume. Reinventa. No insistas con lo mismo que aburres. Da sueño. Pero no respondas, porque se enteran. Albertico Limonta no existió, chamo. Sólo eras tú. Una vez más. 

22.4.08

Textos incompletos

Como algunas cosas no se pueden hacer sin algo de ayuda, decidí llamar al ruso. Para hablarles del ruso, es necesario que antes les cuente cómo lo conocí.

El punto de encuentro era la estación del metro de Sabana Grande. A mediados de los años noventa era el sitio perfecto para adolescentes ociosos en temporadas vacacionales. Yo siempre estaba ahí. Por adolescente y, más aun, por ocioso. La vida de un joven en una ciudad como Caracas está íntimamente ligada a sus amistades y a la calle, que vienen a convertirse en lo mismo. Los amigos y la calle se transforman en definición única que deriva, siempre, en problemas.

Ese encuentro con el reto permanente que representa la inmensidad de una ciudad perpetrada por nosotros hacía que aquellas horas irrigaran sangre con violencia dentro de nuestros cuerpos, cuando corríamos con suerte. Culpa de la televisión o de la falta de identidad, dirían algunos. La verdad nadie tiene la culpa, simplemente las cosas callejón abajo son así.

Vivir de esta manera, retando lo que viniera, poniendo el pecho al sistema que nos tragaba, y nos devoró a la larga, hacía que pasar las noches encerrado dentro de un apartamento valiera la pena. No importaba lo chica de tu habitación, si la compartías con alguien o no. Ese lugar era sólo un sitio cómodo en donde dormir. Luego vendría la calle y ese cuarto con tv era el castigo por lo que estabas por hacer al día siguiente; también tu refugio, porque de seguro en algún momento lo ibas a necesitar.

La ciudad que conocimos entonces -y que nos dio a conocer- era una urbe irreverente. No podría calificarla de ciudad tipo, porque rompía con todos los esquemas citadinos convencionales. Tal vez no era la más populosa, ni la más peligrosa. Tampoco la menos transitada o la de menor extensión. Era indescifrable para nosotros mismos y los teóricos no han logrado atinar. A Caracas nunca le fue bien en materia de estadísticas, nunca resaltó. Lo suyo no era cuantificable. Había que palparla como lo hicimos nosotros entonces. Desde sus entrañas, sin saberlo.

Descubrimos que en este valle se esconde maldad disfrazada tras la fama de ciudad afable. Caracas por dentro está llena de injusticias, de desequilibrios que en su momento logramos asimilar, pero no para bien, sino para seguir fermentando la descomposición de una ciudad de post guerra en un país que ha vivido por décadas en "paz". Caracas no es el Ávila, ni la cuna de nadie. Es el epicentro del mundo, nuestro, que no se cansaba de dar bofetadas para que asimilaras la realidad más allá del estómago a medio llenar.

Fue acá donde nos criamos, nos hicimos prepotentes y renegamos de todo. En esta ciudad aprendimos que las bombas caían y no explotaban, así que perdimos el miedo. No nos asustan los índices delictivos, no tenemos miedo a los muertos. Nos acostumbramos a ello y ahora son sólo cifras que venden una fama bien habida, pero llena de hechos parciales. La ciudad que no está en las páginas de sucesos está repleta de pasión, pero los editores no comprenden de eso. Pobres. Encerrados en frías oficinas, vistiendo trajes helados, hablando de esto y de lo otro, diciendo que saben, cuando no tienen idea. Acá se ama, y mucho, pero a nuestra manera que, por parecer irracional, pasa por punto ciego. “Vivo en Caracas” es una frase compleja, señores.

Las llagas dejaron cicatrices y sólo así comprendimos que todos es cuestión de azar y nuestra suerte es infinita. Acá, más allá de las fallas de suelo, no tiembla. Si pasa, no nos preocupamos hasta ese día. Problema, resolvemos. A medias, o a fondo, eso queda en cada uno. Es la dinámica social que impone la jungla y que todos hemos aceptado. Firmamos y no leímos las letras pequeñas. Nunca nos interesó leer.

Entonces, en los años que descubrimos todo, nos movíamos entrañas adentro. El metro es seguro, reconfortante. La gente, la masa, se comporta distinto allá abajo. Pareciera que el infierno está arriba y dentro de la tierra reina la cordura y la decencia. Es una de esas contradicciones caraqueñas que no se pueden entender. Parte de la doble moral que te obliga a estudiar con las monjas sabiendo que te graduarás un poco más pervertida, niña. No es algo que esté bien o mal. Simplemente existe, acá, en el trópico. Siempre me encantó pensar que todo era culpa del trópico. Entiendo que es nuestro encanto genético. Una savia espesa que transpiras.

Esa mañana subí por las escaleras mecánicas. Lentamente, a su ritmo, iba ascendiendo hacia la luz que me encandilaba. Ese resplandor del que otros escapaban. La adrenalina se apoderaba de mi. Esa sensación nunca la olvidaré. Siempre tengo latente ese vacío en el estómago, el vértigo que me producía salir a ras de suelo, esa incomodidad en el esternón que con el tiempo no sentí más, pero tengo muy fresca en la memoria.

Aquella vez había llovido, como de costumbre esos meses. El agua se acumulaba en los desniveles del asfalto. Habían charcos colocados aquí y allá. Estaban por todos lados. Siempre los pisaba fuerte para salpicar. Irritaba a los que notaban mi estupidez. Aprendí a no tomarlos en cuenta. Las tiendas varias a cada lado del boulevard estaban abiertas y había mucha gente caminando en sentido a Plaza Venezuela. Cuando veía la tromba venir hacia mi, los embestía. Idiota me decían. Así me sentía, pero las terribles ganas de arrollar a los anónimos se apoderaba de mi diminuta humanidad. Necesitaba hacerles daño, molestarles y que notarán que estaba ahí. ¡La tuya! Y a reir, idiotas.

Usaba franela de Metallica, o de Nirvana, o de Gun´s, o la que fuera. Era el ritual más estúpido entonces. No. Hice cosas peores. Mi madre habría pagado fortunas que desposeía para que mi idiotez más grande fuera tener a Cobain en el pecho. Mis franelas siempre estaban tan desgastadas como mis jeans, mis únicos pantalones, los que recuerdo y siempre usaba. Roídos, no por la moda del momento, sino por el uso excesivo. Mi descuido al vestir era reflejo de mi filosofía de vida. Igual que aquel tatuaje rudimentario que nos hicimos con tinta china, una aguja caliente y poca destreza. O las laceraciones en los brazos producto de los cigarros que apagábamos en la piel y consumían de a poco la dermis, la epidermis y dejaban ampollas agradables en los brazos. No importaba el mañana, porque la desesperanza era total. Con 16 años de edad se es inmortal y se vive como tal.

No era de los que tocaba guitarra, pero nunca fue problema para mi hablar de música, jugar y ganar en las maquinitas de Chacaíto y fumar aquellos Fortuna, cigarrillos económicos que comprábamos junto a los obreros de turno. Todas estas banalidades eran tan sólo nuestra forma de mantenernos a raya de la verdadera pasión en aquellos años convulsos de ciudad. Antes, hablemos del ruso.

Papelera a rebosar

Escribir. Borrar. Comenzar de nuevo. Borrar otra vez. Publicar con temor. Volver a escribir. Que todo se vaya al carajo ¿De qué vas? No lo sé. Inténtalo. En eso estoy. Se me hace difícil. Escribir.

No me gusta nada de lo que escribo. No me siento orgulloso de eso, ni de esto. Quiero experimentar, pero se me hace jodido. Tal vez es una etapa que debo superar para llegar a algún lado, pero no soporto engendrar a un mal querido. Hay que practicar y no temo, pero me estoy cansando. Tengo mil historias en la cabeza, mil cosas que quiero contarte, pero no hallo la manera de llegar. Es complicado complacerme en estos momentos y tú debes padecerlo. Poco importa la mujer que caminaba de espaldas vendiendo suerte a extraños si no puedo lograr que la sientas. De nada vale el olor bondadoso de su cuello erizado por mis roces si no logro que lo vivas. No te puedo hacer reír, porque adeudo una sonrisa. Nada bueno sale en estos días, pero quiero revertirlo y no sé cómo empezar. Cosas del aprendiz que no aprende. Qué se le va a hacer.


Anamorphic love sense

There’s no shape. Not at all. Some times it could be hard to describe. Most of the time there’s no reason to. It just happens. Now, you have to deal with it, like a big thing, a huge monster that lives inside of you triying to get out. You don’t have any chance. That’s the best thing.
Talking about it doesn’t make you feel better, no. So, don’t talk. No one word. Just keep the silence, feel, touch the time with your hands and reach the holly.


Pendejo, regálame tu tiempo

La realidad es una vaina seria. No es que quiera comenzar con una charla barata de filosofía barata. Es que la realidad es una vaina bien seria. Comenzando por el hecho de que cada quien construye eso que defiende como realidad, sin saber que es apenas su realidad. Por lo tanto, vivimos inmersos en una fantasía, nuestra fantasía, que crea algo que llamamos realidad, que en realidad, es sólo mi realidad, tuya o de él.

A ver. Sólo tú has vivido las experiencias tuyas, que son las que se acumulan a lo largo de tu historial muy tuyo. Estas experiencias, tuyas, son las que construyen ese background que te ayuda, o no, a construir tu realidad. Ahora, es imposible que el jugo de melón que pediste en aquel almuerzo te sepa igual que el jugo de melón que pedí yo ese mismo día, aunque puedes jurar que así es, porque te niegas a aceptar que tu realidad no es la realidad de otros.

Imponer tu realidad a otros es pretender borrar a aquellos de un coñazo cósmico. Primero, es imposible y, por otra parte, es muy pretensioso de tu parte ya que, para mi –obviamente- eres un pobre pendejo, aunque para ti seas el centro del universo, tu universo. Entendiendo las cosas de esta manera, este texto te puede parecer la peor basura que nadie jamás escribió. Es cierto, para ti. Pero en otra realidad, la mía, es una excusa perfecta para no perder el hábito, jugar con tu tiempo y ejercitar unas manos que parecían entumecidas ya.

Ah, y también sirve para decirte pendejo en tu cara, desde acá.

9.4.08

Yeneida, mon amour


Hablar de ti, Yeneida, es hablar de la playa limpiecita donde nos conocimos. De caracoles rotos y mucha arena marrón. Te recuerdo tumbadita de espaldas sobre esta toalla grandota estampada con motivos de cierto dibujo animado. Qué toalla más fea, Yeneida. Qué diferente es éste pedazo de trapo a ti. Tan distintas, y tú tan consciente de eso. Con qué elegancia yacías ahí, ebria hasta más no poder, con tu pecho desvergonzado ocultando las deformidades de la toalla insípida. Con el sol dando de lleno en ti y tu piel blanquita, indefensa, expuesta a los designios inclementes del catire. Te aliaste con las nubes, que de vez en cuando te liberaban del fuego. Tu torso, rojo, en carne viva, agradecía el favor. Hablo de ti, de mi soledad, de ese instante, del jueves santo, de Chirimena abarrotada, con sus casas de salitre, las calles recién asfaltadas, de los cuatro litros de guarapa de parchita que bebiste –tu favorita, imagino- y recuerdo a los niños. Todos los carajitos del mundo corrían a tu alrededor, jugando como es de suponer, hacían lo imposible por no tropezar contigo. La infancia y sus destrezas. Vaya que eran hábiles aquellos chiquillos. Tus enormes dimensiones, fabulosas, detenían cualquier andar. Alguno salpicó un poco de arena sobre tu cóccix tatuado. Confieso que en ese momento maldije aquel tatuaje que nunca logré comprender a la distancia. Una tonelada de arena no era suficiente para tapar esa mancha de tinta que adornaba tu espalda baja, tu hermosa espalda baja. Nunca te diste cuenta. Tentado por tu inconsciencia, pensé en llegar y sacudir un poco el sábulo sobre tu torso, pero comenzaste a balbucear. No entendí lo que decías, pero imaginé mil cosas hermosas, la vida en esas frases, la grandeza de un campo de olivos. Me aproximé a ti. Me acerqué para entenderte y vi burbujitas de saliva densa salir de la comisura de tus labios resecos, quebrados y pálidos; terrible placer. Luego un eructo. Otro. Y percibí el aroma de tu aliento, de tu bilis, de parchitas añejas de nuestra tierra. Una densa mezcolanza que penetró mi paladar y procuró que la boca de mi estómago se estremeciera con arcadas. Pasión. No podía ser otra cosa. Sentí tu alma dentro de mi, Yeneida. Intenté levantarte. Tenía que llevarte conmigo, pero la tragedia se hizo presente en la figura de tu marido. Fue él quien pronunció tu nombre. Aquel infame develó tu identidad para mi. Yeneida. Me agradeció el gesto. No hay nada que agradecer. Y te llevó. De a poco tu asimétrica figura se iba alejando de mi, apoyada de aquel villano, dando tumbos, tropezando a los niños que antes te esquivaron. Detenías el paso para recobrar el aliento, tu aliento, el que compartiste conmigo, para ir dejándome atrás, solo de nuevo, en compañía de ésta terrible toalla que guardo como tu único recuerdo palpable, Yeneida, mon amour.

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Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50' W