30.1.09

Mi azafata, debo decir



Nos conocimos por casualidad, aunque decir eso es redundar. No hay nada más casual que una aeromoza, tengo que decir. Me tocaba estar sentado atrás, en el último de los asientos del vuelo 757, en un Airbus 330 con asientos de semi cuero negro que se veían más elegantes que los de tela, pero eran igual de incómodos, como siempre.

Decía que estaba sentado atrás, en aquel lugar donde mandan las turbinas que gozan al hacer escándalo tortuoso. Se les perdona todo el ruido del mundo; ¡que hagan lo que les dé la gana! Es mejor así que escuchar su silencio a 30 mil pies de altura.

Digo que me tocó el último asiento, porque no elegí ése puesto. Así como luego les diré que me tocó aquella azafata, la más bonita del 757, y, la verdad, no me puedo quejar. Lo de mi sitio en la nave fue cosa de Ana María, la chica detrás del mostrador de la aerolínea que en el aeropuerto pudo resolver, a última hora, el percance de mi primer traslado. Porque tal vez no había comentado lo del problema previo a la llegada de mi azafata, la del 757.

Antes de estar sentado en el 22 E del Air Bus color azul estuve montado en un aparato blanquirojo que iba comiéndose a toda velocidad la pista, como es habitual, en las manobras de despegue. Lo hizo, pero no tomó la altura necesaria. Y el piloto, como sabiendo mi futuro, decidió regresar. El aparato vibró de manera extraña, le escuché decir después. Antes, en medio de la incertidumbre de aquel conato, la gente se persignó, como encomendándose a las divinidades. Dios, escuché. Yo, asustado como el que más, al ver la aproximación del suelo, pensaba sólo en los titulares de prensa a 8 columnas, en mi cadáver irreconocible, las deducciones que sacarían los expertos gracias a la caja negra, lo insólita de mi suerte y el montón de cosas por hacer que iba a dejar.

El aborto de viaje, satisfactorio, hizo que cambiáramos de avión, no sin antes esperar por más de una hora en el terminal. Un nuevo vuelo, el 757, esperaba por nosotros, por mí, y conocí a la azafata, viuda precoz, que me hacía cariños en la nuca justo antes de despegar. Como si conociera de mi terror previo y actual, como si supiera lo mucho que puede gustar a quien escribe algo de cariño en el cuello. La azafata, la mía, no dio las indicaciones de rigor antes de partir, sus manos estaban ocupadas en mi, en el cuello erizado del pasajero que se sentó atrás, a su alcance, aquel que sólo pensaba que tanto cariño espontáneo era la señal que se percibe antes de morir. Y así fue. Murió el tipo que, sin creer, rezó durante los treinta minutos que duró el vuelo de regreso a casa y, por ley, nació el dueño de la azafata, viuda precoz, que era la más linda del vuelo 757.

Un par de noches fueron suficientes para que partiera, para que dejara de pertenecer, y se fue, volando, para convertirse en una casualidad que siempre busco al final del avión, en el último asiento; para transformarse en la historia breve de un cuento corto, en la única razón para sentarme acá. Sabrás que nunca la encontré, aunque decir eso es redundar, debo decir.


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