17.8.07

De cuando Estefan conoció a Estefan


Estefan nunca fue un tipo muy popular. Tenía salidas jocosas y dejos de genialidad muy frecuentemente, pero nadie parecía tomarle muy en serio. Tal vez porque la gente no está acostumbrada ya a toda la pompa de su vestir o a los modales pretorianos con los que se sentaba a comer. Estefan parecía absorto dentro de un mundo particular que no cuajaba con lo pragmáticos que éramos todos en nuestro sitio, que era lo más parecido a una oficina modelo. Cada uno cumplía con su rol de manera natural.

Estefan cargaba un bolso multicolor, tan largo que arrastraba su base contra el suelo. Y vaya que ese bolso tejido, inmenso, podía sufrir. Estefan caminaba a lo largo de su propia ciudad, porque no confiaba, nunca lo hizo, en conductores ajenos. Tampoco tenía para comprar su propio vehículo, así que nunca dudó en que la mejor forma de ir y venir era por sus propios medios, caminando.

En horas de la tarde Estefan hacía un rito particular que nadie podía entender. Se paraba en una pierna y giraba en su eje. Todos los veíamos asombrados. No entendíamos como Estefan mantenía el equilibrio. Cómo se atrevía a hacer lo que hacía mientras gritaba con todo lo que permite un buen par de pulmones. Se escuchaban frases que nadie entendía, pero él parecía muy seguro. Así eran los genios. Nosotros, mundanos como somos, nos negábamos a interferir. Cada uno estaba en su propia labor y, a pesar de todo, teníamos libertad para actuar como queríamos. No éramos de los que reprochan. Mientras todo esté bien, cada quién que haga los suyo como mejor le parezca. Al principio Estefan era el centro de las miradas cada final de tarde, pero con el tiempo supimos no prestarle mucha atención.

Estefan siempre fue un irreverente y eso le trajo muchos inconvenientes. Los problemas con la autoridad estaban a la orden del día para él. No les temía. No como nosotros que, incapaces, retaríamos su poder. Íbamos a almorzar todos juntos y Estefan siempre hacía algo para romper las reglas. Cuando alguien venía por él, Estefan se plantaba fuerte. Se ponía erguido y su cabeza apuntaba al cielo. Y así se quedaba, sin mediar palabra, sin que un susurro se le escapara. “Todo lo que diga puede ser usado en su contra”, pensábamos nosotros. Y él con la cabeza hacia arriba y el cuerpo erguido. Cuando era arrastrado, se podía ver satisfacción en su maltratado rostro.

Estefan, tipo mañoso, nunca dejó que nadie se impusiera en su vida. Siempre fue un rebelde. Cuando llegó acá era el más joven. Ahora tiene canas en la barba. Llegó por recomendación de los jefes. Y, a pesar de todo, de sus impulsos y acciones inesperadas, era tratado con mucho respeto por todos. Lo conocimos hace años y, aun así, se nos hace muy difícil comprenderlo. El día a día nos sorprende, a nosotros que, sumergidos en nuestro mundo, sólo paramos un momento para ver con qué locura sale Estefan.

Una vez orinó en el pasillo, porque es un antisistema. Y le gustó la reacción de todos y lo hizo una y otra vez. Ahora ese era su ritual matutino. No profesaba respeto por los baños. Le incomodaban. Las chicas de limpieza lo veían con mala cara. Para Estefan eso debía quedar así y ellas no tenían que pasarle la mopa. Bromeaba con ellas y les decía que no era más que micción hecha obra de arte. Los jefes le llamaban la atención, pero era imprescindible tenerlo con nosotros, así que, una vez más, nos acostumbramos a sus rituales. Estefan era el malcriado, el consentido. No podíamos dejar que se fuera del equipo.

Todo cambió cuando Estefan rompió los rituales y decidió inventar. Entró a la oficina. Revisó las gavetas, tomó unos papeles y vio su foto adherida a uno de ellos. Leyó detenidamente y, en un instante, su mirada quedó perdida, sin la chispa de un rato atrás. Ahora Estefan estaba cabizbajo, con un andar sin brincos, arrastrando los pies, sin su bolso multicolor. No era él. Ahora se le veía triste, llegando tarde, sentándose solo en el rincón sin hacer ritual alguno. Ya no levantaba la cabeza al cielo, parecía que no miraba. No soltó nunca ese papel. Siempre lo cargaba consigo, apretaba fuerte aquella hoja maldita que tanto afectó su vida y que el director del manicomio dio por perdida.

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Latitud 10° 13' N, Longitud 64° 37'W

3.8.07

Los motivos para escribir

He notado que hay un síndrome que afecta a mi entorno. He notado, también, que se hace difícil salir del círculo vicioso. Es que escribir no es algo fácil; mejor dicho, es muy difícil, y si se pretende hacerlo bien entramos en terrenos que rayan en lo épico. Comprendo perfectamente, porque lo padezco como una patología de las más incómodas, que esto de escribir con regularidad se ha convertido en una cuesta difícil de remontar. Jodido, además, si debes escribir, como es lógico, para que alguien más te lea. No es lo mismo redactar unas líneas para consumo personal que no verán la luz nunca que hacer un texto que será escrutado por el ojo público. Es que desnudas tus carencias, tu falta de imaginación y demuestras la poca motivación que tienes en ese momento de escribir un par de vainas aceptables. A nadie le gusta sentir pena ajena de un texto propio, pero pasa.

Entonces, llegamos al punto en donde tenemos medios para expresarnos, pero no hay tino para hacerlo. Paradoja. Con tantas cosas por decir, con tantas herramientas para hacerlo y sin poder plasmarlo. Así la inconformidad se hace mayor. Comienzan los reproches. Algo está sucediendo. Qué será. No lo sé, la verdad.

La musa no llega y te deja esperando por horas, a ti que te has puesto tus mejores ropas para recibirla en tan ansiada visita. La vaina es como cíclica. Siempre hay un momento en donde decae la producción de textos. Lo bueno, lo positivo de todo este desbarajuste, es que tarde o temprano todo regresa a la normalidad. Escribir se convierte en algo imprescindible nuevamente, en catarsis necesaria y los lectores lo notan si disfrutan tus textos que transmiten un extra, un añadido que has sabido darle sin saber cómo.

Por ahora trato de pensar en las cosas que siempre me han motivado a escribir. En la vida, los amigos y sus historias. En lo oscuro del ser humano y las bondades de mi ciudad. Trato de imaginar mundos diferentes, leer a los maestros eternos y aprender la lección diaria. Intento observar y no mirar. Procuro vivir, amar, beber y compartir. Sé que todo se acumulará nuevamente hasta que una de estas noches pueda salpicar algunas letras coherentes. Me abrazo a esa idea. Es la única esperanza que tengo de ser, y así tener justos motivos para escribir.