6.3.08

Un viaje a Buenos Aires

No sé; la verdad es que sí. Éstas palabras, definitivamente, vienen influenciadas directamente por Bolaño y sus Detectives Salvajes. A modo de plagio usaré la vetusta costumbre de llevar un diario, mi primer diario. Que emoción. En principio, esto viene a ser parte de una lucha interna en contra de mi jodida memoria. He comenzado a olvidar. Es así. Lo prudente: tomar nota de estos días en Buenos Aires.

20 de febrero

Me pregunto qué demonios me impulsó a tomar este viaje. No es que me arrepienta a priori (¿o sí?), simplemente no hay una verdadera razón. Impulsivamente compré el pasaje hace un par de meses. Hasta este punto, cuando espero por el avión, nunca me puse a reflexionar seriamente si había tomado una buena decisión.
El viaje lo haré con Daniel Mariani y Pablo Amair. Ambos, compañeros de clases en la Escuela de Comunicación Social. Daniel se acaba de graduar. Pablo defendió hace pocos días la tesis y su acto de grado es en julio. A mi todavía me falta un año. Entre otras cosas, me reprocho no estar montado en terminar la carrera. Hacer el anteproyecto de tesis en estos días habría sido una buena opción. Esa es otra historia, ahora me espera un vuelo directo de poco más de siete horas.
La verdad es que estos últimos días han sido frenéticos. Se suponía que partíamos el lunes 18 de febrero. Aerolíneas Argentinas nos cambió en tres oportunidades el itinerario. Creo tener todo listo. Como es costumbre en mi, hice las maletas a último minuto. Creo que no se me queda nada. Pablo me viene a buscar a la casa después de la medianoche. El vuelo parte a las seis de la mañana, pero ya no nos fiamos. Queremos estar con tiempo en el aeropuerto. Bajaremos hasta Maiquetía en un taxi que pasa por casa de Pablo, el punto de encuentro, a las dos de la madrugada.

21 de febrero

Al fin llegamos a Buenos Aires. El viaje fue eterno. Antes, cuando bajábamos en el taxi al aeropuerto desde Caracas, creo que apenas cruzamos alguna palabra entre nosotros. Todos íbamos muy callados. Sólo hablamos un par de veces, muy brevemente, de ítems aislados, sin relación evidente. Hubo algún incidente gracioso con la calefacción de mi asiento. Reímos por un instante y luego volvimos a callar. Estando en el terminal fuimos al área de chequeo. Habían apenas unas tres familias por delante de nosotros. Me preocupó. Pensé que la aerolínea había avisado a los demás que el vuelo estaba suspendido nuevamente. Cosas mías, porque pasada una hora comenzaron a llegar progresivamente el resto de los pasajeros. El vuelo estaba pautado para despegar a las seis de la mañana. A las ocho estábamos abordando. Antes, compramos algunas cosas en el duty free. No desaproveché la oportunidad para comprar un par de botellas de ron. Minutos antes de abordar el avión, Daniel me llevó hasta una pequeña librería que, extrañamente, estaba ubicada en la puerta de embarque. Ahí seguro encuentras el libro de Bolaño. Le había comentado que lo había bajado de internet y de cómo leerlo desde la computadora me había estado jodiendo la vista. Al entrar lo primero que vi fue una recopilación de poemas de Bukowski. En la contratapa se leía algo como: “… del gran escritor norteamericano, subestimado por su debilidad hacia el alcohol…” Qué pendejada, pensé. Preguntamos por Los Detectives Salvajes de Bolaño. Cuesta cinco bolívares. No lo pude creer y me eché a reír con Daniel ante esa ganga. No aceptaban tarjeta de crédito, así que sólo me alcanzó para Bolaños. Mi efectivo estaba recortado después de un instante en el duty free. A Bukowski lo dejaré para después. Mientras tanto, Pablo trataba de dormir un poco en la sala de espera de la última puerta de embarque del aeropuerto Simón Bolívar. La veintitantos. Todos estábamos hechos mierda y aun no abordábamos el avión. Una vez ahí, tuvimos suerte. No iba lleno. Cada uno pudo tomar dos asientos. La comida estuvo mal, el café terrible, la película parecía insípida, pero Daniel reía con ella. Según me contó era graciosa y entretenida. El monitor estaba muy lejos de mi asiento y mi astigmatismo me ayudó -¿?- a no verla. Durante el vuelo no dejé de pensar en desastres, que el avión caería y vi mi cuerpo aderezando el verde amazónico. Carne irreconocible. Cuando estoy aburrido me da por imaginar tragedias. Sentí miedo. Según el mapa íbamos sobre Bolivia. Me quedé dormido unos minutos; al despertar Pablo me contó que se había mareado. Algo le había sentado mal. Tal vez las arepas que comimos apresurados en el terminal. – A mi me fue de maravilla con ellas-. Aterrizamos en Ezeiza. Al fin en nuestro destino. Pablo nos pidió que esperáramos a que todo el mundo desembarcara la nave. Se veía pálido. Esperamos. Se le dificultaba bajar del avión. Esperamos un poco más. Una de las aeromozas nos brindó atención. Tenía unas tetas enormes, naturales, gloriosas. Durante el viaje la vi un par de veces. Esperaba que me devolviera la mirada. Nunca me notó. Luego de unos minutos bajamos del avión y fuimos a una sala esperando a que Pablo recobrara fuerzas. En inmigración había un poco de cola. Amair se sentó en el piso, intentando recobrar fuerzas. Unos turistas brasileros que estaban en la cola lo veían asombrados y se reían. Estos pendejos nunca vieron a nadie sentarse en el piso, pensé. Un remis –así le dicen acá a los taxis que tienen tarifas predefinidas- nos estaba esperando. En eso había quedado Daniel con Isabel, una amiga suya que vive en Buenos Aires desde hace tres años. El remisero no estaba en el punto acordado. Esperamos, llamamos, pagamos y bebimos un agua costosísima. Esperamos por mucho rato más, salíamos del lobby del terminal y no habían rastros de nuestro chofer designado. Amair decía sentirse un poco mejor. Yo me fui a dar una vuelta. Me topé con el taxista. Estaba en el Terminal A, nosotros en el B. Montamos su Citroen amarillo con negro y enfilamos directo al microcentro. El taxista, hincha de River, nos dijo que una golondrina no hace verano, en referencia a nuestros comentarios sobre la derrota que sufriera su equipo en manos del Caracas en la Libertadores del año anterior. Pasamos por los terrenos hermosos de Ezeiza y unos tres peajes, legado del negro Menem, nos iban acompañando a lo largo del rcorrido por la autopista. Fuimos al hostal “El Patio”, en la avenida Entre Ríos, justo entre México y Venezuela, las calles; muy cerca de Congreso. Típico hostal de estudiantes. Cargamos el pesado equipaje por unas infinitas escaleras hasta el primer piso. Pedimos una habitación con baño privado. Otra vez nos salió costosa la gracia. Era hora de comer algo.



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