29.3.07

Tiene que ser una pesadilla


Amigos, una de estas noches tuve una pesadilla que no me permitió conciliar el sueño. Levanté con el corazón bombeando galones de sangre helada. No pude dormir otra vez. No he dormido más y nunca lo haré. Tengo miedo, pánico, pavor de que aquel sueño espantoso se repita. Esa noche me supe infeliz para el resto de mis días. Mi piel se convierte en cuero cuando recuerdo aquello ¡Mierda, que visión más terrible! Cómo es posible que en alguna parte de mi subconsciente esconda mensajes tan perversos. De existir el diablo podría jurar que estuvo gozando un mundo maquinando en mi cabeza durante aquella pesadilla. De existir buenos psicólogos habría ido a una consulta. Ahora estoy perdido. Todo mi ser está atemorizado pensando en que esa asquerosa ensoñación se pueda hacer realidad algún día. Temo por mi, por la humanidad, por el futuro de la civilización tal como la conocemos. Ahora me armaré de valor para contarles, aun cuando recomiendo no seguir leyendo estas líneas. Advertidos están. Todo comenzó…

… señor, me vende el periódico de siempre, por favor. Son mil bolívares, muchacho, como siempre. Mil gracias, señor. Tenga. Gracias. Tomé la prensa de ése día y me senté en el banco de la plaza a leerla, mientras veía a los niños que iban apurados al colegio. Me saludaban. Buenos días, señor. Yo sonreía pensando en que me sentía muy joven para ser un señor, pero para esos niños inocentes era ya todo un viejo. Cosas de la percepción humana, pensé. Vi la primera plana y me enteré de la victoria de la selección por goleada. Sonreí otra vez pensando que Australia le había endosado dos docenas de goles a aquel equipo del pacífico y nosotros celebrábamos con los cinco que le hicimos. Alegría de tísico, pensé. Seguí ojeando y vi más de lo mismo. Me cuestioné por haber comprado el periódico para leer lo de siempre. No habían noticias, sino que todas las informaciones parecían recicladas. Esas son cosas de señor, muchacho, me dije. No me presté mucha atención, porque nunca gano una en esos diálogos internos. Seguí pasando las hojas con una técnica fabulosa. Modestia aparte, creo que son pocos los que gozan del estilo que me sobra para leer un estándar. Llegué a la página de obituarios y me sorprendí. Abrí los ojos y los cerré fuerte. Enfoqué la mirada en aquella página. Tenía que ser una visión terrible. No tenía nada que ver con la misa a la señora viuda de colmenares, ni con la prestigiosa empresa que solicitaba los servicios de una mecanógrafa de buena presencia —que en el Caribe no es más que una hembra que tenga buenas piernas y no entienda de qué va el sexual harassment—. Lo que me perturbó estaba en letras muy pequeñas, como los contratos de las polizas de seguros. En el encabezado se leía “GACETA OFICIAL”. En el diminuto texto se leía:

Plan Nacional Integral de Seguridad, Prevención y Atención en Períodos Festivos, de Asueto y Vacacionales

Leí aquello, lo analicé, volví a leer y entendí que era cierto. Habían decretado Ley Seca. La ley más aberrante que ha conocido jamás el hombre se pondría en práctica una vez más. Lo que es peor aun, la activarán en semana santa. Imaginé por unos segundos aquel escenario. Especuladores a sus anchas vendiendo a sobreprecio el elixir. Vi las iglesias repletas, llenas de gente que no eran precisamente feligreses sino hombres y mujeres de a pie buscando un sorbito del vino que el padre se negaría a compartir. Ni tonto que fuera. Imaginé que el plan tendría éxito y bajarían las cifras de accidentes y utilizarían aquella maléfica ley para regir nuestras vidas. En vez de meter presos a los conductores imprudentes; o ponerlos a acomodar los archivos de la onidex a toditos. En vez de eso, nos quitarán la alegría a nosotros, los hombres de bien. Comencé a temblar cuando visualicé que la ley seca se haría costumbre para los carnavales, navidades, año nuevo, tambores de san juan y verbenas universitarias. La semana santa se convertiría en una fecha aburrida. Lo mismo le pasó hace años al día de la bandera; lo que pasa es que la gente no lo sabe. Pensé en las personas que ahorraron durante todo un año para poder ir a Margarita, buscando gozadera; los vi dando vueltas como autómatas por el sambil o comprando compulsivamente en rattan para saciar la tripa cañera. Pobres aquellos que tenían todas sus esperanzas puestas en aparearse durante el asueto primaveral a costa de unos grados de más. Vi a todo el mundo regresar triste, malhumorado, mentando madre y aumentando los niveles de violencia una vez de regreso en la capital. Me vi sobrio…

… tengo miedo. Amigos, no dormiré jamás. Tengo miedo que esa pesadilla cobre vida.

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25.3.07

Crónicas de un mochilero XXIII

Bruselas ¿y ahora qué?


La cultura del tren en Europa comenzaba a sorprenderme. Nunca había imaginado a la gente viajando en tren con sus bicicletas. Así era. Habían compartimientos dispuestos para ello, para llevar bicicletas que es un transporte muy común en muchas ciudades europeas. A mitad de camino desde París, un empleado del tren pasó diligentemente chequeando los boletos. Se desplazaba por cada vagón. Me habían recomendado que llenara previamente el ticket para no hacer molestar a los empleados que tenían la potestad de multarme. Así que al abordar llene mi boleto de múltiples viajes con mi destino final ese día: Bruselas.

Estos hombres, los empleados del tren, tienen mala fama entre los mochileros. Por lo general se tiene el concepto de que son amargados. En realidad vienen a ser los enemigos naturales de cualquier mochilero, los primeros depredadores de la cadena —los carteristas y policías les seguirían, en ese orden—de ahí vienen los roces. Cada quien hace su trabajo. Los mochileros expertos tratan de viajar sin pagar y los empleados del tren no pueden permitir que esto suceda. Es una relación en donde no hay buenos ni malos. Sólo mochileros evadiendo a la gente del tren. Yo no necesitaba esconderme, por ahora. Tenía boletos pagos por los próximos trece viajes en tren. El empleado de turno, un hombre regordete, me selló el boleto y siguió en lo mismo asiento por asiento, vagón tras vagón.

El tren llegó a Bruselas unos minutos antes de lo previsto. Cuando me monté pensé que era un tren directo, pero hizo varias paradas durante el recorrido. A pesar de esto, habíamos llegado sin que el reloj lo notara. Le habíamos ganado una batalla al itinerario. No tenía claro si me iría directo al hostal o comenzaría a recorrer la ciudad. Inmediatamente lo que más se me apetecía era bajar del tren. De Bruselas tenía referencias muy vagas. Así que esta ciudad sería un verdadero descubrimiento.

En la estación Bruxelles-Midi comenzó mi recorrido por esta ciudad bilingüe de barrios medievales. Todas las señalizaciones y letreros estaban en francés y neerlandés. Tomé un folleto en la caseta de turismo que me dio luces. Ya lo tenía claro. Iría rumbo al centro de la ciudad a buscar el Manneken Pis.

22.3.07

La patética levedad del ser o no ser

He ahí el dilema. Ser patético no es más que una forma de no ser. Estar sin existir. Una cosa fantasmagórica, tal vez. Caminar sin hacer ruido y ver desde afuera sin ser visto, ni siquiera como un ánima en pena, ya que velones no habrán. Es un limbo, puedo decir, que no tiene colores, porque lo monocromático es in y tú, ser patético y desvalido, eres cualquier cosa opuesta a lo chic en un mundo superficial. Tal vez emanes intensidad, pero te ahogas en ella, porque nadie la percibe y tú no la comprendes. Es así. Patético cuando al fin encajas en el disfraz que todos deben llevar, porque así son las cosas y así lo dice vogue. Unos centímetros cúbicos de más te hacen menos terrible la existencia o por el contrario te encajan en rebaño del señor dior ¡Qué más! No todo es el outfit y crees saberlo y por eso lees, cuando en verdad ni comprendes, los consejos de cohelo y buscas desesperadamente el queso que alguien robo, no entiendes nada, pero qué demonios importa si afuera está todo lleno de muertos de hambre que miras en picado. Ellos que no son más que seres que te dan grima; te recuerdan a ti en la miseria del no ser y les das algo de dinero, muy rápido, para que desaparezcan; no soportas verlos ahí como un espejo reflejándote en vivo y directo, maldita vida, qué has hecho para merecer esto. Tu respuesta es tan patética como tú y echas guante de la suerte, ¡oh dolor!, que terrible es todo y, para más, ahora debes tener ideología por que de eso se habla en el club; no sabes muy bien lo que significa aquello pero seguramente es algo dañino como los carbohidratos de noche o un disco mal quemado de esos que compras a escondidas. Seguramente alguien te vio, piensas que siempre hay alguien viéndote, para eso estás acá, o por lo menos crees que es tu función y se lo comentas muy bajito al cura todos los domingos mientras exprimes tus vestiduras; te compadeces de él por tener que escuchar tantas estupideces y él hace lo propio contigo, está harto de tus masturbaciones y tus groserías insípidas, quiere algo más de acción, pero te niegas porque en el fondo le tienes tan poca fe como a ti mismo. Y así continuas tu paso, sonriendo diligentemente cuando te provoca estrangular, sonrojándote ante preguntas inocentes como si nadie supiera de tus perversiones íntimas. Y después me juzgas y crees estar reflejado en estas líneas —eso quisieras— que, en realidad, son una simpleza tan patética como la levedad del ser o no ser. He ahí el dilema.

20.3.07

Cuatro en una cama

Hoy la felicidad sabe a fruta fresca y tiene el aroma del mastranto que crece cerca del río.

Llegué primero, pero siempre los esperé. A veces no sabía muy bien cómo sucedía aquello, pero sé que me llenaba de alegría al verlos, a todos. La misma alegría que me produce escribir hoy estas líneas que de cursi lo tienen todo. Venían poco a poco. Nana llegó muy rápido y confieso que no recuerdo bien ese día de marzo, porque tal vez ella siempre estuvo ahí, conmigo. Tal vez porque no sabía qué demonios significaba marzo. Éramos nosotros dos, confidentes despiertos, unidos como siameses. Ella curiosa, inteligente, valiente, protegiéndome todo el tiempo a mí que era un viejo ya. Nana soy yo, pero con coraje. Creo que de verdad nacimos el mismo día, sólo que ella llegó once meses después. Ella soy yo con otra cara. Me gusta pensar que ella tiene todo de mi y mucho más, porque es enorme. Mi Nana es gigante. Sin que lo notáramos llegó la princesa, mi princesa muy mía. Como a toda princesa, desde siempre le sobró actitud. Es que para ser una princesa hay que saberlo y ella lo tenía claro desde que llegó. Terca, más inteligente que Nana y yo, devoraba libros antes de tiempo y con su belleza nos conquistó a todos. La princesa tiene una mezcla de sabiduría y belleza que la hacen irresistible, pero además es fuerte, muy fuerte. Muy sólida, casi imperturbable. Sólo yo tengo la capacidad de desmoronarla y lo he hecho y no ha estado bien. Cuando ha llorado, yo también lo he hecho desde adentro, porque la verdad es que ella es una reina y duele verla así. Mi princesa/reina siempre lo ha tenido claro y fue a buscarlo, no muy lejos, pero lo suficiente como para extrañarla constantemente y así vernos menos que antes, pero la necesito mucho más. Y estábamos Nana, la princesa y yo, todos juntos, cuando nos llegó la alegría en un cuerpo redondo. Era un gordo impresionante, de ojos enormes, negrísimos y muy vivos. Desde siempre fue muy simpático adentro, pero penoso afuera. Se escondía detrás de mis piernas cuando alguien lo interrogaba y desde entonces yo sabía que debía protegerlo. Él es pura felicidad, con ocurrencias geniales y sentimientos muy puros, muy suyos, únicos. Y recuerdo que siendo cuatro dormíamos en una cama, todos juntos, porque no nos gustaba estar separados. Quedaban otras tres camas vacías y no las extrañamos. Y estábamos juntos en la cama y nos acostábamos como podíamos, de forma horizontal, de lado, alguno acurrucado en una esquina. Nana, la princesa, el gordito y yo. Siempre juntos. Riendo, peleando, jugando, sufriendo lo incomprensible y dando un paso adelante. Y hoy recordé que tenía mucho tiempo sin decirle a mis hermanos lo mucho que los quiero.

Crónicas de un mochilero (XXII)


Adiós, París

La despedida se hacía inminente. Ya llevaba acá poco más de una semana y era tiempo de partir. No podía quedarme más, aunque debí radicarme en esta ciudad para siempre. Decisiones que se toman o no sin pensarlo mucho. Carecí de agallas. Estas calles me tendrán que esperar en otro momento que llegará. No había más París para mi. No por ahora. Una mañana lo decidí. Me voy.

En París caminé como nunca antes. La recorrí sin cansancio, en compañía o sin ella. Vi la ciudad de suburbios, de inmigrantes de todos colores, París clásica con el Hôtel de Ville y modernista a la vez llegando a La Défense. La ciudad del metro bohemio como los cafés de Montmartre y de jardines de colores fabulosos que abundan en Luxembourg. No era como la imaginaba. La realidad me superó siempre. En las galerías de Louvre, con todo su arte, con pasillos que se cruzaban y gente que se amontonaba frente a la Gioconda me dio jaqueca de tanto contemplar. Estaba el Arco de Triunfo, con la llama eterna al soldado desconocido que un mexicano apagó con sus micciones en el 98 en medio de la algarabía que produjo la victoria francesa en la copa del mundo. Y por supuesto, el nombre de Miranda entre los héroes de la revolución francesa. Todo me acompañó en París a lo largo de Champs Elysées y mucho más allá.

Le comenté a Gabriela, la mexicana, que partiría esa tarde. Tomaría un tren hasta Bruselas. Nos dimos un fuerte abrazo, fraternal, infinito. Era mi gran amiga, mi primera referencia de esta ciudad. La mexicana siempre me recordaría a París. Tal vez no nos encontraríamos otra vez a pesar del intercambio de correos, de números y direcciones. Me regaló una postal de Oaxaca, yo no había tomado esas previsiones y le di un sentido beso, de esos que son profundos y cargados de cariño. Nos sentamos a comer juntos como siempre.

— ¿Ahora qué, muchacho?
— No lo sé bien. En principio, llegar a Bruselas. Continuar con el viaje. A lo que vine. No te niego que siento miedo.
— ¿Miedo?
— Sí.
— No me vengas con eso.
— ¿Tú no sientes lo mismo?
— No, amigo. No siento miedo. Tampoco temo por ti. La soledad te sienta bien. Te veías muy bien, muy seguro cuando nos conocimos.
— Debe ser cierto. Te cautivé, porque nunca más me has soltado. Hasta ahora.
— ¡Qué idiota! Eres creído, muchacho. Además, tú te aferraste a mi.
— Es verdad ¿Es posible encontrarnos otra vez en un museo?
— Por lo menos no en Pompidou.
— ¿Y tú qué harás?
— Por ahora, quedarme unos días más en París. Luego quiero llegar a Orleans.
— ¡Olalá! Francia te cautivó.
— ¿A ti no? ¿Por qué no nos quedamos a probar suerte acá?

Sentado en el tren, vía Bruselas, aquella pregunta se hizo recurrente en mis pensamientos. La mexicana con su tono familiar me había dado con qué entretenerme. Creí que era muy pronto para decidir. Todavía falta mucho a este viaje, pensé.

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15.3.07

No hagas ruido


El cigarro se consumía sin remedio, abandonado, en el cenicero de cerámica china. Estaba elaborado a base de formas extrañas, con muchas aristas. El cenicero llevaba años puesto de la misma manera sobre la mesita de caoba. Abandonaba su postura en aquella mesa barnizada por unos segundos cada dos o tres días, cuando estaba repleto de colillas, y era ya momento de vaciarlo para no ensuciar la mesa con cenizas. La mesita de caoba, quizá el mueble mejor cuidado de toda la habitación, llegó una tarde a aquella habitación sin aviso. Desde entonces se había acoplado casi a la perfección a una gran cama de hierro forjado que sostenía dos inmensos colchones, ya roídos por el interminable paso de los segundos que parecían avanzar lentamente, pero de forma implacable, en aquella habitación sin ventanales. El modesto cuarto estaba compuesto también por una especie de biblioteca improvisada con retazos de madera acuñados sobre unos bloques de concreto. Aquella rústica biblioteca tenía todos los libros de Henri Troyat, decenas de ellos, la colección más impresionante del escritor de origen armenio, radicado en París desde siempre y muerto hace pocos días. La noticia de su muerte dio más vida a sus libros que traté de devorar una y otra vez, incansablemente. Los leía traducidos al español y en lengua original, especialmente disfrutaba la biografía de Rasputín y La nieve está de luto. Esta colección era mi orgullo, pero no tenía con quien jactarme, aunque mucho me habría gustado.

Mi vida solitaria era consecuencia de mis propias convicciones. Hace algún tiempo había tomado la decisión de aislarme, por decepción tal vez, de todo lo que me rodeaba. De un mundo que me costaba un montón comprender. No éramos compatibles. Yo, con mi calma asfixiante, definitivamente había nacido en otro planeta. Así lo asumí y nunca sufrí por ello. Al contrario, me producía enorme incomodidad, dolor quizá, tener que abandonar mi diminuto departamento una o dos veces por semana en procura de abastecer mis necesidades: cigarrillos, algo de comestibles y un poco de agua potable. Así es mi vida, austera, pero en definitiva mi vida. La considero divina, a decir verdad. En el apartamento heredado creé mi propio universo, mi sociedad particular. Créanme que soy muy feliz así. En ocasiones hablo con el espejo, tenemos en muchas oportunidades discusiones terribles que me dejan extenuado. Si alguien de afuera me viera no dudaría un segundo en asegurar que estoy loco, cuando, la verdad, no es así. No quiero imaginar qué pensarían si se enteran de mis amores con el cenicero, que constantemente penetro con el ardor de mis cigarrillos hasta que la pequeña braza de tabaco se apaga, extasiada. El cenicero siempre está dispuesto a más y yo, mientras doy placenteras bocanadas a mi cigarro, lo miro y pienso en su goce. Nos la llevamos muy bien, a decir verdad. Ninguno se queja y eso es lo que necesito. Lo que siempre quise.

Afuera se sufre, acá no. Acá las reglas las pongo yo y son flexibles. En temporadas está prohibido tomar un baño y la ley se cumple sin necesidad de castigar a nadie. Cuando eso pasa lo tomo con tranquilidad y no me ducho por semanas hasta que las reglas cambian y por fin siento las gotas de agua fría, liberadas, que se estrellan contra mi piel curtida. Y me regocijo infinitamente, con alegría desmedida por haberle dado cauce al agua de tonos marrones que sale de la ducha y que poco a poco va transparentando su esencia, como dándome las gracias. No hay de qué, muchachas y nos echamos a reír.

Cuando algún intruso toca la puerta, busco la mejor manera de espantarlo. El silencio es el mejor repelente contra los que quieren romper mi armonía. Así, al escuchar el golpe de una mano extraña contra la madera de mi puerta de entrada, hago silencio total. Pido lo mismo al espejo, a la mesita de caoba y especialmente al cenicero. Todos comprenden y no hay ruido alguno. El silencio da la señal que busco y al paso del tiempo el intruso desaparece. Y me percato asomándome cuidadosamente por una grieta en la chapa de la madera. No pueden darse cuenta de que estoy acá o me lo quitarán todo. Pongo en contacto el pabellón de mi oreja contra la madera y escucho en estéreo y nadie está por ahí. Voy de regreso a la habitación, caminando de puntillas, porque nunca se sabe de las mañas de los extranjeros. No me siento en la cama, por temor a que el hierro forjado haga algún chirrido. Él siempre ha mostrado rebeldía frente al silencio. Entonces, me siento en el piso y tomo algún libro de Troyat para hacerle compañía. Total, ahora, muerto como está, debe padecer de gran soledad. Al principio no es fácil y lo sé. Le tiendo mi mano y pongo mis sentidos a la orden. Poco a poco comprenderá una nueva manera, la mejor forma de vivir.

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11.3.07

La playa entre semana




… y el jueves se convirtió en domingo y todo está muy bien

El viaje de esta semana a la playa hizo mucho bien. No tanto a mi espalda poco acostumbrada a dormir sobre la irregularidad de la arena, pero sí fue una terapia que necesitaba con urgencia. No voy a decir que necesitaba quitarme un poco el estrés, porque no sufro de eso (en principio, porque no hago nada que me pueda estresar). En cambio, sí suplicaba por un cambio de rutina, de paisaje, de sonidos y sensaciones menos “babilónicas”. Tenía que salir corriendo de Caracas. A veces me pasa. La ciudad que me engendró en oportunidades me aburre y sé que yo la incomodo también. Así que, en un acuerdo tácito, de vez en cuando me alejo para que todo entre nosotros siga bien.

Así las cosas, huí hasta la tan de moda Cuyagua. Llegué un lunes por la noche, después de sortear, tras hora y media de revisión exhaustiva, la alcabala de la Guardia Nacional que se ubica a la entrada del parque Henri Pittier. De los militares que ahí estaban basta decir que son militares, por lo tanto, buscaban algo de plata ajena para reacomodar su quincena. Lo lograron, porque no teníamos los papeles del carro al día. Tanto show para quitarnos plata. Se pudieron ahorrar todo y pedirnos la plata de una vez, así tipo “de pana”.

Subiendo las montañas del Parque Nacional, nos topamos con densa neblina que hizo el viaje más largo. Escuchábamos música y todavía no superábamos la arrechera por haber mojado al distinguido de turno. Llegamos a Ocumare y sugerí hacer una parada en el cementerio del pueblo para conseguir buenas fotos. La negativa fue generalizada. Me acompañaban dos amigos y la novia polaca de uno de ellos. Creo que ella fue la única que no se negó. Tal vez porque no comprende nada de español. Seguimos y por fin llegamos a Cuyagaua. Armamos el campamento cerca del área en recuperación. Teníamos unas jóvenes palmeras, maravillosas, que nos darían sombra. El sitio era perfecto.

En las mañanas me levantaba gracias a los rayos de sol que penetraban la carpa. El mar nos regalaba constantemente el fabuloso sonido del oleaje en total armonía con el reggae que tenían unas carpas más allá. La polaca se despertó maravillada por aquel paisaje. Nunca en su vida imaginó ver una playa así. Era un sueño todo aquel mar infinito. Nos preguntaba en buen inglés si estábamos al tanto de nuestra fortuna. De vivir en un país con tanta belleza y clima envidiable. Sinceramente creo que no estamos muy conscientes de eso y se notaba por la basura que quedó regada en la arena producto de los visitantes que llegaron el fin de semana anterior, dejando ese molesto recuerdo que los habitantes del pueblo desde muy temprano se esmeraban por recoger rastrillo en mano.

Los días en Cuyagua pasaron muy rápido. No había mucha gente, cosa que agradecimos. El río estaba helado como siempre y el pescado fresco, inigualable. Subimos a El Yajure, tomamos buenas fotos, jugamos con una pelota en la inmensa playa, mis amigos entraron al mar a pescar buenas olas para surfear y nos topamos con algún piedrero buscando algo de plata para calmar su ansiedad. De regreso a Caracas pasamos por la alcabala, donde los militares tenían detenidos a varios carros. No los maldije. Los imaginé pasando su semana ahí, en plantón a las puertas del parque, sin poder entrar, viendo a la gente regresar de unos días del carajo, a pesar de sus esfuerzos por arruinarlo. Ya estaban bien jodidos.

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5.3.07

Fuera de servicio

Queridos lectores:

Voy saliendo para la playa. Por lo tanto, no habrán posts nuevos hasta el jueves. Cosas de la juventud desempleada y ociosa. SI consigo algún cyber en Cuyagua les comentaré.
Saludos!
El Chamo del 114

3.3.07

Fragmentos caraqueños



Titulo: el zamuro no es fijo
Técnica: Digital
Locación: Parque Los Caobos
Fecha: Enero 2005
Autor: Isaac Bonyuet


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