22.2.13

El baile




Mientras espero, me detengo de este lado de la acera a observar. Soy uno de esos bichos raros que se queda contemplando sin más. En medio de la avenida se ve al abuelo del hula-hula. El señor, cabello blanco, patilla de prócer, ojos grandes, sube su septuagenario cuerpo sobre un improvisado podio de concreto. Siempre lo hace, nadie lo entiende. Allí está, disfrutando, recordando más allá de lo posible mientras se contonea en pleno centro de la ciudad. La estructura donde está encaramado, pensada para otras labores, se encuentra en la isla que divide la avenida en dos, los que van y los que vienen. Los que van, miran de frente, solo miran al abuelo que hace girar el aro rosa alrededor de su cuello. No comprenden. Alguno de los que vienen ya ha visto aquello. Un eterno chofer de autobús poco a poco detiene la marcha, sin importar el tráfico, sin importar nada. Así para el espectáculo que me hace recordar que algún día seré abuelo también. Y no pierdo la esperanza. El conductor da una palmada al viejo en la espalda y el anciano agradece con una mueca. El artista improvisado prosigue con el hula-hula ante la indiferencia de muchos que no comprenden.

El semáforo que está sobre el abuelo no funciona, no correctamente. Para los carros, buses y motos que van por la avenida está en verde, para los peatones, indefensos, también. La pericia de unos y otros evita la colisión que otros días sí se ha dado, pero no los insultos, no evita un trote improvisado de quien logra cruzar hasta el otro extremo entre risas. Aquel chico de extraño andar obtuvo una pequeña victoria, diminuta, al lograr cruzar. Se le anota una rayita. Es como los triunfos de quien se cuela por las puertas del metro en el último instante, justo antes de que cierren. Ciudadano 1 - Sistema 0, se lee en la pizarra y provoca aplaudir. Y a veces lo hago. No me aguanto y aplaudo, primero tímidamente, después contagiado por la sensación sublime de quien ha visto el tren marcharse lejos para no volver. La gente me mira y yo los miro. Y no me avergüenzo y allí termina la historia.

Otro de los peatones no se atreve. Se queda inmóvil en su puesto durante tantos segundos que parece desafiar esta vez a la lógica, al vértigo de la ciudad. No es capaz tan siquiera de retar a la marea que viene hacia él. Sus pares se aproximan generando el bulto, y el ruido, de la manada en la sabana. El peatón petrificado siente miedo y por eso no se mueve. Recuerda aquellas historias de los atrevidos que se hacen pasar por muertos para que las bestias no los devoren. Un peatón/cadáver no es un reto, piensa. Y el tumulto le llega. Tan solo algún empujón. Quítate. Todo pasa. A otra cosa que como siempre es tarde y te esperan. Y caminó.

Muy cerca está una mujer que vende cigarrillos detallados en la calle. Ella apoya su espalda contra una vidriera y está sentada en un banquito de plástico, rojo, que compró en los chinos unos días atrás. Es su tercer banquito, el tercer banquito rojo que compra desde que decidió vender cigarrillos detallados en la calle.  Discute con un cliente que le pide fuego. La próxima vez tendrás que darme propina, le espeta, y de mala gana le acerca el encendedor que no funciona y se convierte en el segundo motivo de discusión con el fumador. Que si lo jodiste, que si no tiene gas, que vayas a prender tu vaina en otro lado. Ella es infeliz. El fumador también. Bien se sabe que un cigarro sin encender genera desesperación, nubla el raciocinio y provoca profundo malestar. Es un sinsentido. Un cigarrillo necesita del fuego para ser. La impotencia se adueña del cuerpo del sujeto adicto a la nicotina. Una vez intenté encender uno utilizando la única fuente de calor a la mano: el farol de un portal. La escena fue patética, así se sentía ella, por eso su mal humor. Siempre quiso ser veterinaria y odia poner su culo en el banco de los chinos. Además, tiene calor.

Una chica con 11 semanas y cuatro días de embarazo se cruza con el fumador que se dirige a pedir fuego a un joven que limpia con agua reciclada mil veces los utensilios que prepararán más tarde once perros con todo y dos solo con papas. Ella, la chica embarazada, flota por las calles, el fumador se arrastra por los suelos percudidos. Se ve divina, se sabe divina. Los hombres, las mujeres también, se detienen cuando pasan a su lado, cuando la ven pasar. Es el milagro de su presencia.

Ella cautiva y usa la acera como pasarela. Viste ropa ceñida que deja ver su incipiente vientre. Le encanta su barriga, esa que comenzará a abultarse cada vez más. Adora lucir al bebé que nacerá sin complicaciones en la fecha estipulada. Sus pies, su cadera, el caminar y la sonrisa, la panza. Buenos días, chica, que bella estás, le suelta un tipo que después se siente culpable. Está embarazada, cabrón, pero qué bella se ve. Provoca aplaudirla.

El abuelo del hula-hula lanza una mirada cómplice que me hace voltear hacia donde está la gente paralizada y al ver aquello aplaudo. Al principio tímidamente, pero después me contagia esa sensación de quien va a ser padre y aplaudo con fuerza. La gente lo nota y me ve. Yo los ignoro y sigo aplaudiendo hasta que ella llega a mi. La tomo de la mano, acerco nuestros cuerpos y la invito a bailar. Y bailamos sin música, como enamorados. Hacemos el mejor de los bailes. La gente nos ve y murmura. Los peatones nos rodean, nos contemplan sin más, se quedan inmóviles, desafiando cualquier lógica, dejando que todo lo demás espere. El ruido de los carros y sus cornetas, de los vendedores y sus promociones, de la ciudad y sus gentes, se va convirtiendo en agradable silencio que da paso a una pequeña victoria. Nosotros seguimos danzando muy juntos, suave, como dando vida a un aro que gira alrededor nuestro, que nos mantiene juntos, mirándonos como nos enseñó el argentino, como cíclopes. Los peatones se acercan cada vez más, nosotros nos unimos en proporción. En el tumulto se puede ver a la mujer de los cigarros sonreír y a un hombre dar una bocanada de satisfacción. Y nosotros bailamos, sin complicaciones. Bailamos, bailamos más. Hacemos la danza que no se detiene con el tiempo, que sorprende. La multitud que nos ve crece hasta que llega septiembre y seguimos bailando, ahora los tres.


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5.6.12

La culpa es de Cobain

-       ¿Por qué hay tantos hipsters?
-       La culpa es de Kurt Cobain. Camina.
-       ¿De Cobain?
-       Sí. Ese cabrón llenó al mundo de desesperanza.
-       A mi me gusta Cobain. Siempre me ha gustado.
-       Su desesperanza contagiosa nos ha traído a lo que somos. Tenemos tan poca fe en el futuro que nos aferramos al pasado. Por eso reaparecen las cámaras Lomo, por eso la estética añeja está de moda. Queremos un pasado que no nos pertenece, nos aferramos a eso. El futuro nos pinta tan mal. Camina
-      Voy.
-       Los ochentas sí fueron vanguardistas, la gente se atrevió a crear, a imaginar otras cosas. No esa mierda de los noventas. Estamos estancados. Pero, vamos para atrás.
-       Espera. El semáforo.
-       Puto Cobain. No se podía quedar quieto. No se ha hecho nada nuevo desde entonces.
-       El reggaeton…
-       Estás para la joda. Verde. Vamos.
-       Vamos.

7.5.12

Caracas a la distancia


La distancia. El concepto. Opacado por los sentimientos y los recuerdos. Una palabra que a veces se hace dura, más lejana, porque a veces un océano es infinito. Y las querencias, siempre presentes, toman forma de monte y cielo y olores a verde y asfalto. Y ella se hace polvo, pero hacen falta los abrazos, las miradas y las palabras. Entonces la distancia es mayúscula, desproporcionada, duele.

20.11.09

Buenas noches, Caracas


Y como si no fuera suficiente con regresar, decidió buscar excusas.Vio en la misma calle de siempre, la de los peatones rebeldes, esos temerarios que no se ausentan nunca, el color especial de las cinco de la tarde, la luz ámbar, cálida y muy de la ciudad del pecho abierto, de la salsa que invade las mansiones, de un Caribe mayúsculo. La transitó, despacio, poco a poco, temiendo no encontrar la sensación de otros días y se equivocó. Allí estaba, latiendo con el coraje de mil cornetas desesperadas, buscando escapar del encierro del costillar. Hay vida, y hielo, y cervezas por cajas como se lee en el abasto que tampoco había cambiado -sólo en sus precios, tal vez- desde el día en que el regente, con mucho esfuerzo y más esperanzas decidió colocar esto por allá y aquello en su lugar.


Y de tanto andar, despacito, como no queriendo, cuando sí, se topa con lo lindo, con los rostros indiferentes de la gente, suya, que son más bien un manantial. Se encuentra, se ve así plasmado en la canela, en las caras lindas que no saben lo que es sufrir, porque hace siglos que hay un pacto para olvidar las penurias. Y si te das cuenta, sonríe. Queda al descubierto. Pertenece a esa calle que sube por lo que fueron colinas y que no estuvo planeada, como él, pero existe, también.


Y así va andando sin temor. No puedes tener miedo de ti mismo, se lee en el cartel que inventó en ese instante de incertidumbre. No vale tan siquiera una sospecha sobre la cuna de aquel y la urna de todos, la del oeste que se expande haciendo justicia, retomando la lucha desigual por una tierra que es de nadie y donde los desencuentros, eternos matices del qué dirán y la imposición divina, porque sí, están en la piel que suda por el calor nuevo, que no aparece en las historias de antaño. Es la ciudad que se engaña queriendo ser este, que lo aparenta con total naturalidad, que miente y se hace daño porque no se asume, todavía. "Eres norte, del verde, del que no se puede ocultar, del que está imponente cuando amanece y en la noche no se ve, pero está, siempre", dice la canción que no existe.


Y como si no fuera suficiente con regresar, con volver a la deliciosa mezcla y reencontrarse, se decide a no olvidar. Como si eso fuera posible. Estás de vuelta, chamo. Date cuenta: nunca nos fuimos de ti.


Recomendaciones de hoy:
El blog: Morado es que es bueno - La peli: Whatever Works, dirigida por Woody Allen - El trago: Anís (Lo compras, lo enfrías y te lo tomas) - La ñapa: No seas tímida, echemos un pie

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6.3.09

Déjà vu

No eran muchas la cosas que podía recordar en estos años, Él, como otros tantos, carecía de la más primitiva posibilidad, no podía hacer memoria y la habilidad de nacimiento se convirtió en un bien ajeno que se le hizo esquivo, cada vez más, con el paso del tiempo, pocas cosas podía guardar, sus recuerdos se limitaban a un montón de fotos colgadas en alguna parte, instantes que deseaba recordar pero que ni a la fuerza lograba traer nuevamente. Es que acaso no tienes idea de lo que hablo. Pues, no, no recuerdo, pensaba todas la veces, tal vez por eso disfrutaba escuchar una y otra vez los cuentos de siempre, las historias de una playa y la lluvia, el olor de la noche a su lado, de las maravillas al otro lado de la mesa, y así comenzaban los tormentos, todos los posibles, los que tenían que ver con el latente riesgo de olvidar de buenas a primeras lo que para cualquiera podría ser algo ínfimo, pero cuando no se puede evocar tampoco se puede vivir, o se vive a medias, hasta donde llegan los recuerdos, ahí mismo, cerca, y la vida se va convirtiendo en una cadena de especulaciones, en la negación de la certeza, las cosas pasan como las imaginabas y no como decían los demás, el mundo impreciso de sus fantasías, de Él, de su mundo, se convertía de a poco en su realidad, incomprensible para todos, pero viva en la esperanza de aferrar cada episodio que, por conveniente que pareciera, se iba amoldando a sus necesidades, entonces, el frío dejaba de ser para convertirse en dicha y los detalles más pequeños en entes impalpables, no habían puntos, nada que pudiera detener la marcha que ahora era letra viva, y una noche ella preguntó si recordaba y Él no mintió, sí, sí recuerdo, y rápidamente lo anotó como pudo, sorteando, una vez más, la incómoda interrogante que ahora, al leerla, podría recordar para siempre.

30.1.09

Mi azafata, debo decir



Nos conocimos por casualidad, aunque decir eso es redundar. No hay nada más casual que una aeromoza, tengo que decir. Me tocaba estar sentado atrás, en el último de los asientos del vuelo 757, en un Airbus 330 con asientos de semi cuero negro que se veían más elegantes que los de tela, pero eran igual de incómodos, como siempre.

Decía que estaba sentado atrás, en aquel lugar donde mandan las turbinas que gozan al hacer escándalo tortuoso. Se les perdona todo el ruido del mundo; ¡que hagan lo que les dé la gana! Es mejor así que escuchar su silencio a 30 mil pies de altura.

Digo que me tocó el último asiento, porque no elegí ése puesto. Así como luego les diré que me tocó aquella azafata, la más bonita del 757, y, la verdad, no me puedo quejar. Lo de mi sitio en la nave fue cosa de Ana María, la chica detrás del mostrador de la aerolínea que en el aeropuerto pudo resolver, a última hora, el percance de mi primer traslado. Porque tal vez no había comentado lo del problema previo a la llegada de mi azafata, la del 757.

Antes de estar sentado en el 22 E del Air Bus color azul estuve montado en un aparato blanquirojo que iba comiéndose a toda velocidad la pista, como es habitual, en las manobras de despegue. Lo hizo, pero no tomó la altura necesaria. Y el piloto, como sabiendo mi futuro, decidió regresar. El aparato vibró de manera extraña, le escuché decir después. Antes, en medio de la incertidumbre de aquel conato, la gente se persignó, como encomendándose a las divinidades. Dios, escuché. Yo, asustado como el que más, al ver la aproximación del suelo, pensaba sólo en los titulares de prensa a 8 columnas, en mi cadáver irreconocible, las deducciones que sacarían los expertos gracias a la caja negra, lo insólita de mi suerte y el montón de cosas por hacer que iba a dejar.

El aborto de viaje, satisfactorio, hizo que cambiáramos de avión, no sin antes esperar por más de una hora en el terminal. Un nuevo vuelo, el 757, esperaba por nosotros, por mí, y conocí a la azafata, viuda precoz, que me hacía cariños en la nuca justo antes de despegar. Como si conociera de mi terror previo y actual, como si supiera lo mucho que puede gustar a quien escribe algo de cariño en el cuello. La azafata, la mía, no dio las indicaciones de rigor antes de partir, sus manos estaban ocupadas en mi, en el cuello erizado del pasajero que se sentó atrás, a su alcance, aquel que sólo pensaba que tanto cariño espontáneo era la señal que se percibe antes de morir. Y así fue. Murió el tipo que, sin creer, rezó durante los treinta minutos que duró el vuelo de regreso a casa y, por ley, nació el dueño de la azafata, viuda precoz, que era la más linda del vuelo 757.

Un par de noches fueron suficientes para que partiera, para que dejara de pertenecer, y se fue, volando, para convertirse en una casualidad que siempre busco al final del avión, en el último asiento; para transformarse en la historia breve de un cuento corto, en la única razón para sentarme acá. Sabrás que nunca la encontré, aunque decir eso es redundar, debo decir.


Recomendaciones de hoy:
El blog: Viajes - El sitio: Conviértete en una - La peli: Slumdog Millionaire, dirigida por Danny Boyle - El trago: Flight Attendant - La ñapa: Anécdotas de azafatas

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