7.11.06

Crónicas de un mochilero (XIV)


Paris, al fin

Llegué a París un domingo muy temprano. El hangar principal del Gare du Nord tiene un techo infinito. Es una estructura inalcanzable. Impresionante. Yo me veía diminuto ante aquello.

Decidí en ese momento que no podía perder tiempo y me dispuse a tomar el metro hasta la estación Hoeche. Ahí, según tenía en mis apuntes, estaría a tres cuadras de un albergue juvenil, el Cite des Sciences en Saint Gervais. No hice reservaciones. Nunca las hice en todo el viaje. Me arriesgaba y llegaba al sitio en busca de una cama y un locker para guardar mi pesada mochila.

El metro de París puede ser difícil para un novato por su complejidad. Son 14 lineas que atraviesan toda la ciudad. Así que tome mi tiempo mientras buscaba la forma de conectar con Hoeche. Mientras caminaba por los pasillos subterráneos me topaba con violinistas que hacían competencias entre su música fresca y el típico hilo musical de las estaciones de metro. Si el metro de París es complejo, también lo son sus pasajeros. Aquello estaba repleto de turistas asiáticos, trabajadores africanos y uno que otro parisino. Alguna señora hablaba sola mientras se sostenía fuerte de un pasamanos, otros niños jugaban entre si y había muchos que sólo miraban al horizonte, como perdidos. Curioso es que el horizonte no quedara a más de dos metros de sus narices, justo donde estaba la ventana del vagón.

Al salir de la estación Hoeche me sorprendió el sol que estaba radiante esa mañana. También noté que los periódicos los dejaban amontonados en paquetes al principio de las escaleras de acceso y la gente los tomaba de a uno sin vandalizar. Me sorprendería más tarde, estando en un baño público, que no existieran retretes, sino una especie de hueco en el piso donde la gente deponía sin apoyo alguno.

El Cite des Sciences quedaba en un barrio de iraníes y turcos. Estos inmigrantes poblaron la zona con negocios que no les permitían olvidar sus raíces. Restaurantes de comida típica, centros de telecomunicaciones con ofertas para llamadas a Estambul o Teherán y mercadillos repletos de olores distantes a París.

Después de caminar poco más de 200 metros, di con el hostal, el Cite des Sciences, mi casa en París. Ahí dentro todo era joven, con vida. Había gente multicolor desayunando en el comedor, otros tantos veían las noticias en el televisor de la sala común y alguno se preparaba a salir en bicicleta para dar una vuelta.

En la recepción me explicaron que tenían disponible una habitación de seis personas. Mixta, pregunté. No, sólo para hombres, me contestaron. En principio, me desilusioné, pero no importó. Dejé la mochila guardada en un armario y me explicaron las normas para usar el cuarto de lavandería, el horario del comedor y cómo debía separar mis cosas en la nevera y la alacena.

Subí a mi cuarto y ya a esa hora no había nadie. ¿Quién puede desaprovechar tan solo un segundo en la ciudad luz? Y así, con un koala en el hombro fui rumbo al Metro a ver qué tenía París para mi esa mañana de domingo.

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