En el hostal parisino, me cambiaron a una habitación más pequeña, que compartiría con dos personas más. Uno de ellos era un joven japonés. El otro era Fredrich, un señor alemán que había llegado a París en bicicleta desde Gelsenkirchen. Con él hice empatía instantánea. Fredrich, a sus sesenta y tantos años era un deportista a todo pulmón. Había llegado hasta Francia usando el Mundial de Atletismo como excusa. En realidad sé que, como nadie, disfrutaba de montar la bicicleta por cientos de kilómetros. Esa nueva habitación contrastaba por todos los costados. Por una parte estaba el joven japonés, metódico como es costumbre. De muy pocas palabras y muy serio, la verdad. En la litera, arriba, dormía Fredrich que tenía una disciplina abrumadora. Mis compañeros de habitación eran muy distintos a mi, a mi pequeño desorden. No es que tuviera todas mis cosas tiradas por ahí, pero debo asegurar que por más esfuerzos que hacía, nunca pude dejar todo perfectamente acomodado; siempre quedé opacado por los dobladillos de sábanas en las otras dos camas.
Pasé varios días compartiendo habitación con ellos, unos perfectos desconocidos, que manejaban códigos distintos a los mios, pero, la verdad, todo iba en perfecta armonía. A pesar de los notables contrastes entre un latino, un japonés y un veterano alemán, el clima de camaradería hacía de todo aquello bastante confortable. Yo siempre era el último en llegar por la noche al cuarto, el japonés pasaba horas enteras llenando postales de París y las enviaba, muy temprano por la mañana a su gente en el lejano Japón. Fredrich a esa hora ya tenía rato haciendo calistenia para recorrer la ciudad en su bicicleta.
Una mañana me levanté a las 8. Estaba solo en la habitación, como ya se había hecho costumbre. Mis compañeros se habían levantado. Bajé a desayunar algo y sólo encontré al japonés leyendo un libro en el lobby del hostal. Le pregunté por Fredrich y me dijo que se había marchado de regreso. Supe, como tantas veces, que nunca más me toparía con él. Es una certeza que se tiene a cada instante.
La noche anterior estuvimos Gabriela, la mexicana, Emilio, un poeta iraní y Fredrich tomando un poco de cerveza en el bar del hostal. Después de un rato, emprendimos una expedición relámpago por Montmartre. Titubeamos un momento para entrar al famoso Moulin Rouge, pero en nuestro presupuesto no entraba aquel lujo. Así que con una foto en la fachada del lugar bastó. Muchos cafés y sitios eróticos estaban por la zona. El neón rojo podía encandilar. Nos sentamos en una mesa desocupada a orillas de la calle. Pedimos una ronda. Entre plática y plática, Fredrich se sorprendió cuando le dije que conocía al FC Schalke 04, su equipo de fútbol favorito. Creo que no supo digerir que yo, viviendo tan lejos, puediera tener idea alguna de un club de fútbol alemán que no se caracteriza por la popularidad que goza en el resto del mundo el Bayern de Munich, por ejemplo.
El viejo Fredrich regresó antes que nosotros al hostal. Una vez en el albergue nos fuimos al bar del sitio y seguimos libando licor por unas horas más. De pronto, Gabriela y Emilio habían desaparecido. El poeta iraní y yo quedamos bebiendo un poco más, pero ya la conversa iba perdiendo sentido. Sin más, subí a la habitación a dormir un poco. Con cuidado entré para no despertar a nadie, pero como siempre me sucede, tropecé con todo. Me tiré en la cama y quedé dormido.
Por primera vez sentí algo de nostalgia cuando el discreto japonés me anunció la partida del viejo alemán. Tal vez no estaba justificada, pero cuando se está solo por el mundo cualquier persona amable puede convertirse en parte de la familia de uno como errante.
Me senté a desayunar un plato de cereal en el comedor del hostal, mientras trataba de entender algo del programa rosa que pasaban por la televisión francesa. Subí a mi habitación para dejar todo listo. Entre mis cosas me di cuenta que había una entrada para el Campeonato Mundial de Atletismo. Decía a mano: Schalke!
Sin tenerlo previsto me fui esa tarde al mítico Stade de France en Saint—Denis a ver como el dominicano Félix Sánchez se hacía campeón mundial en los 400 metros. Todo por cortesía de mi buen amigo, el viejo Fredrich.
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Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50'W
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2 comentarios:
Me encantan tus cronicas de mochileros...es de lo mejor que tiene el blog¡
Saludos.
Qué sorpresa tan fina, vale. Tan bello el Freund Fredrich!!!
Un beso grandisimo!!!
Paty
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