Él, tosco en sus maneras, impreciso en sus argumentos, visceral como sólo él y sus antepasados pueden serlo, de gustos muy extraños, estaba sentado frente a la ventana de su cuarto de periferia. No sé qué lo ataba a ese pequeño ventanal que estaba ya corroído en todos sus bordes por la perseverante humedad de esta región. Desde ahí sólo se divisaba, apenas, la vieja pared mohosa del edificio 63, ese que está ahí enfrente desde que su abuela no lo era. Tenía horas ahí, preocupando a todos, dejando que respondieran con conceptos vagos todas las preguntas sobre aquello. Elevaron hipótesis, injuriaron a su madre, desesperados por no saber. Creyeron que algo le pasaría. Sólo él sabía lo que hacía.
Con su dedo índice recorría la silueta de una pegantina a medio romper que puso en ese vidrio cuando cumplió 8 años. Una calcomanía horrible. Él lo sabía, pero prefería dejarla ahí como recuerdo a medias de una infancia que también lo fue. Su mirada estaba perdida entre los ladrillos y el cemento del edificio 63. De reojo trataba de asomarme a ver si podía ver algo diferente, que llamara la atención, pero ni el gato negro de siempre estaba esa tarde buscando qué comer. Hice ruidos a ver si lograba romper su concentración, pero él no parecía notarlo. Desistí rápidamente. Sabía que era una causa inútil.
Esa tarde naranja, aquel buen amigo había resuelto lo inexplicable. Desde ese día todos sus esfuerzos en vida empujaban una sola causa que para occidentales y orientales de buena fe, era dura de comprender. Hoy día no existen sectas como esa, muy a lo old fashion, muy de Guyana o de Manson tal vez. Una secta que no comenzaba en el Ávila sino en las afueras de una ciudad de valles y colinas, esa tarde de un lunes o martes, la verdad nadie recuerda bien. En aquella habitación, mi camarada de años, había resuelto que dedicaría enteros sus días y sus noches a esperar el día final. Asombrados ante la determinación de sus palabras, optamos por reírnos una y mil veces. Las múltiples contracciones de nuestro abdomen, producto de la risa a carcajadas, dejaba un dolor incómodo, pero justo ante semejante disparate. Él no comprendió aquella explosión, nunca pensó que se burlaban de él, como en efecto hicieron una y otra vez, sino que tenía la certeza de que él era un ente superior, el elegido entre los hombres, el que debía cumplir los designios de su nuevo dios: johnnie drunkin.
Desde esa tarde no dejó de hablar de jhonnie drunkin, en minúsculas, porque era un dios humilde, en palabras de mi aturdido amigo. Así que para honrarlo tomaría todo el licor que un hombre pudiera beber jamás. Los primeros días pareció una excusa barata para emborracharse. Así, bebió de la botella hasta vaciarla. Y cuando la meta era cumplida, llegaba el momento de la otra y así. Esos primeros días, mi buen amigo caía inconsciente al piso. Diligentemente, lo recogieron de la alfombra curtida, regalo de una tía que no la quería más.
Un día, caminando por la Plaza Bolívar, vi un tumulto de gente que estaba agrupada en torno a un espectáculo. Ha de ser algo magnífico, pensé. Y lo vi ahí, declamando a la sombra del libertador, con la mirada fija, como cegado, aturdido. “No teman, porque el fin llegará. Prepárense para lo inevitable. Del cielo no vendrá nuestro salvador, así que la cara no tendrán que alzar. Es él, sin darnos pista alguna se acercará con toda su gloria a salvarnos de un mundo de abstemios. jhonnie drunkin, vendrá a rescatarnos del caos, de la ley seca y cualquier otro sacrilegio, hombres de poca fe. Deben beber hasta más no poder para entrar en el reino que siempre soñaron, un reino de eternidad donde sólo los hombres de buen beber pueden entrar. Es el reino de la felicidad, hermanos. Escuchen a este humilde pastor, que tuvo la dicha de topárselo una tarde cualquiera. Crean que él cree en ustedes.”
Aquella función bizarra en el fondo me pareció lamentable. Sentí pena por mi buen amigo. Pena por mi, por haberme marchado, dejándolo ahí. No tuve el valor de llevarlo a otro sitio. Sentí pánico a las miradas vigilantes de todos los demás. Mal por mi. Qué clase de amigo puedo ser. Mala mía.
Después de que todo el espectáculo terminó, seguí mi rumbo, directo a mis papeles y a mis horas extra de trabajo no forzado en un cubículo modernista, que era apenas uno de los cientos que hay en la oficina gris, de una compañía del mismo tono. A esa oficina que tantas veces maldije, que no tenía ni un mísero ventanal por donde respirar. Regresé a mi infierno particular, con mi traje y mi corbata que en ese momento se asemajaban más a la vestimenta de un verdugo que ya había sentenciado a mi buen amigo, dejándolo preso en su trastorno. Haciendo el ridículo en aquella plaza pública llena de gentes que no valoraban nada, ni su propia vida, que se dedicarían a comentar, a modo de anécdota, la historia de aquel pobre infeliz que gritaba que el mundo se acabaría y que beber nos salvaría de la perdición.
Pensé mucho en él, pero pensar no resuelve nada. Así que intenté comunicarme una y mil veces. Nunca pude. Seguro dejó su trabajo y comenzó otra vez con su escándalo. Lo habrían detenido. La policía no tiene compasión. Es su labor. Nacieron así, el sistema los educó. Seguro lo habrían metido en un calabozo parroquial, húmedo, lleno de delincuentes e inocentes. O tal vez, la indigencia se lo había tragado. Viviendo en la calle, comiendo de los desperdicios de la gente bien. Dependiendo de la basura de los demás.
Iba a los sitios de siempre y nada. El que fuera en otros días el hombre más popular entre sus conocidos, había desaparecido sin dejar indicios. Dónde estará mi amigo. Aquel buen hombre. No se ve ni la sombra. Regresé a la plaza, pero el espectáculo del día estaba a cargo de un malabarista insípido. Pregunté a la gente y como respuesta recibí muecas de desagrado. Yo no estoy loco. Él alguna vez se paró al lado de la estatua y declamó. La gente me veía con horror. Yo no estoy loco.
Pasaron los días y mi culpa iba creciendo. En casa las cosas iban mal. Cambiaron la cerradura. No tenía como entrar a mi sitio. Ya ni siquiera me interesaba la silueta de mi exmujer. Ya no quería saber nada de ella, ni de sus muslos gigantes y sus facciones imperfectas. Se lo dije. No me escuchó. Tal vez no me creía. Sabía que en el fondo era un adicto a aquel rostro asimétrico lleno de granos, de esa espalda manchada por unas pecas terribles, de su aliento visceral y su cabello curtido. Ella se sentía orgullosa de su celulitis. Yo también. Siempre me encantó la abundancia. Intentó acariciarme y no me pude contener. Caí. En ese momento el frío se apoderó de mi cuerpo. Con su nariz quebrada rozaba mi cuello y hacía como una cerda. Oink, oink. Y eso me encantaba. Y toque sus piernas sin rasurar y me detuve para verla verla bien. Me encanta cuando está ahí, desnuda, pero no indefensa. Con sus bigotes modestos y su abdomen gigante y la delicadeza de su oink oink me tenía atrapado y volví a por ella. Y todo era muy incómodo por sus enormes proporciones, pero eso me gustaba. Y ella arriba y yo asfixiándome, sintiendo que mi corazón latía en su carne, deleitado ante ese cuerpo monumental. Sentía culpa, dónde estaría mi amigo a esa hora. Ella me mordió con fuerza y no lo recordé más.
Me levanté muy tarde. Estaba agotado. Totalmente aturdido y sin ella. Sin mi fiera. Se fue y me dejó. No más de la cerdita para mi. Era una basura. Así me sentí. Y recordé a mi amigo. Me sentí peor. De inmediato lo fui a buscar. No sabía por dónde comenzar. Esta maldita ciudad es muy grande. Tal vez yo sea muy poca cosa. Insignificante ante ella. Eso era. Era yo y mi minúscula existencia. Conseguí algo de dinero como pude. Voy por un trago.
Llegué al olvidado bar de la cuadra. Apenas estaba abriendo aquel sitio en ruinas ubicado a las afueras. Me senté en la barra y bebí en ayuno. Una, dos, tres, cien copas. Las horas pasaban lentamente, pero los tragos no. El encargado me observaba con asco. Yo le devolví la mirada y le lancé los billetes. Imbécil. Bebí un poco más. Y entró el sacerdote con un gato azul. Se santiguó y siguió derecho al baño. Idiota. No eres nadie. Estás perdido. No te salvarás. Nadie lo hará. Sólo yo. Estoy seco. Necesito beber. Y bebí. Al fondo se escuchaba a Nat King Cole cantar alegremente en español y sonreí. ¡Qué bolas!
A mi lado se sentó un tipo que se me hacía conocido. Preocupado preguntó por mi, por mi paradero. Lo vi a los ojos y después miré mi amargo y delicioso trago. Y recordé una vieja pegantina destrozada, me vi recitando verdades ante la gente en la plaza, y a los malditos policías, un trabajo terrible, el calabozo, el frío de la acera y la recordé muerta, y me empiné otra copa. Una visión azul, terrible. Puse mi mano sobre su hombro y resignado le dije a aquel tipo: “Aquí encontrarás la salvación. Acompáñame con un trago”
3 comentarios:
si Bukowski fuera gallego... excelente shaman! una buena historia de borrachos, es esa q nos deja embriagados y sintiéndonos sucios... grande, macho!
Bukowski es caraqueño por adopción y deliraba por los añejos botiquines de la avenida baralt (en minúsculas, como tu dios etílico; ¿todos los dioses no son etílicos: in vino veritas y tal?); yo me lo tropecé alguna vez (a Bukowski), pero en un destitulado bar de las avenidas fuerzas mermadas o eso me gusta creer.
Decir algo es como tonto después de leer esta vaina.
Puede ser simplemente que cualquier cosa que peuda yo decir suene tonta despues de esto.
Pero déjame aplaudir tontamente.
Litro
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