Daniel Mariani C.
Lunes en la noche. Todos en el salón de clase posaban miradas intermitentes en sus relojes particulares. Justo después del “Esto es todo por hoy”, una hermosa chica, mientras metía sus cosas en una cartuchera artesanal, dijo: “¡Quiero ir al cine!”Una promoción que se volvió tradición. Los lunes populares han sido el marco perfecto no sólo para mantener con vida a los cuadrapléjicos bolsillos estudiantiles, también ha servido para implantar una típica cultura venezolana de ver “cualquier vaina” pero a mitad de precio.
Eso nos acaba de pasar. Fuimos a ver “cualquier vaina” y no hay mitad de precio que sirva de consuelo a un par de horas muy mal administradas.
Sin la chica de la cartuchera artesanal y sin mucha convicción por la decisión tomada, entramos a ver Borrador del director local Jacobo Penzo. Hasta ese momento, confieso, no había tenido la suerte (o si) de ver alguna otra realización de este director, así que entré a la sala (ya a oscuras, por cierto. Quizá como una premonición), sin ninguna expectativa.
No quisiera aburrir con estas líneas tanto como me aburrió a mí este filme. No tengo la experiencia, ni el criterio, ni la valentía, de decir que es una mala película pero definitivamente no es una buena. Salir del cine sintiendo aquello que se conoce como “pena ajena” y ligando que a nadie se le ocurra proyectar eso fuera de nuestras fronteras, no es una buena señal. Algo de bodrio arrastra todavía nuestro cine nacional y ojalá poco a poco se vaya dejando en el camino.
Un argumento que no queda claro, con un guión sin estructura dramática, con pobres recursos visuales dignos de viejas “switcheras” de televisión con pantalones campana, planos que producen de aquella risa que te obliga a taparte la cara (por si acaso la película te está viendo de vuelta) y el pensamiento recurrente “¿No habrá mejores ideas en el país?”
Algo así me produjo Borrador, un rechazo inevitable. Como el impulso a escapar cuando un tío borracho te escoge a ti para relatarte episodios tristes de su vida, o cuando una vieja de la cola para pagar el teléfono te dice “Hace calor, ¿no, mijo?”
Me niego a reconocerme en ese cine venezolano. Existe el talento y las ideas, ojalá las veamos brillar muy pronto. El cine venezolano tiene que dejar de ser un buen ejemplo de lo que no se debe hacer. Vean Borrador y sigamos aprendiendo de nosotros mismos.
No soy un joven realizador, ni tampoco sé mucho de cine. Hablo como un enamorado de este arte… tan enamorado como muchos de ustedes.
Quizá el próximo lunes tengamos mejor suerte… y venga con nosotros la chica de la cartuchera artesanal.
Recomendaciones de hoy:
El blog: Blogacine/Blog venezolano de cine - El sitio: Borrador/una película de Jacobo Penzo - La peli: Habana Blues, dirigida por Benito Zambrano - El trago: The Hurtado - La ñapa: EICTV
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Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50' W
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Esto es lo que escriben de Borrador en Papel Literario de El Nacional - Sábado 15 de Abril de 2006
Papel Literario/4
Papel Literario
La claridad de un Borrador
Cineasta de larga trayectoria, Jacobo Penzo (1948) llamó la atención del público cuando, en 1980, mostró su documental El afinque de Marín. Desde entonces, una serie de filmes, entre ellos La casa de agua (1984) y En territorio extranjero (1992). Luego de doce años, Penzo ha regresado a las pantallas con Borrador, historia que tiene entre sus protagonistas al narrador, poeta y colaborador de Papel Literario, Milton Quero Arévalo
Miguel Ángel Campos
Cómo un buen guión puede sostener un film, lo prueba sin duda Borrador, de Jacobo Penzo. Tal y como ocurre con una novela, la unidad de la anécdota y el clima resultan una guía de fuerza capaz de restituir cuando sea necesario el ritmo y cierta solemnidad del discurso. La historia se sostiene sobre sí misma, la ejecución viene a ser el andar sobre seguro, pues nada está suelto ni al capricho de las imágenes, incluso cuando estas divagan, el eco nos recuerda el propósito y tenemos así una crónica compacta, sin agregados del camino. Borrador es sobre todo cine, pero ancla en un formato intelectual de escritura evidente, la historia es previsible y en esa medida desafía riesgos, asume los vacíos del medio y elige un escenario fuera del espectáculo ruidoso de los referentes del éxito.
El resultado es delinear un horizonte para el cine venezolano al margen de las tradiciones acordadas entre espectadores y directores, llena de diálogo e insistencias, nos deja el sabor de lo elaborado, del acto personal encarado con los ruidos de la calle. Cine dentro del cine, es la indagación del oficio en términos de valoración sentimental:
la historia de Rocco (Milton Quero) sirve para mostrar las dimensiones del éxito en una sociedad entregada a los excesos de las referencias públicas. Es la tragedia del autor y su individualidad, siempre contemporánea y útil para explicar la responsabilidad del acto creador, la imagen final del grupo, por fin reunido, quiere exaltar sólo la posibilidad, nada más, pues el peso del fracaso corresponde a las exclusiones del propio medio, la sociedad recelando de los impugnadores, y necesariamente ese guión contiene una proclama.
Seguimos dispuestos a hacer el trabajo, la enmienda pospuesta, parece decirnos el conjunto en campo abierto, convocados por el esfuerzo agotador de todos, sus vidas colapsadas y a punto de ruina.
La gestión colectiva tiene un ritmo y es notable la cantidad de extras, engrana con el rumor de la ciudad: nocturna e imprecisa, también es una deuda pendiente, como los parias tras los cuales se echa Rocco en una búsqueda para verificar su fe. Textura literaria no casual esa del director buscando sus personajes, hermenéutica del proceso creador en una fase de la desesperanza, pero igualmente válida para dar testimonio de esa necesidad de encontrarse, de redimirse por medio de los grandes gestos, y al precio de la comodidad de la vida doméstica.
Tema del fracaso y el eterno pregón de los sueños, vidas en fragmento en un escenario tal vez devorador, no sólo el plan de reunirlos para la obra final, sobre todo la imposibilidad de ir más allá de las rutina del día: bohemios de risa rota y contra su voluntad. El basurero, relleno sanitario (eufemismo civil), parece ser el horizonte final donde todo se aclara, todo es espejismos, menos ese balance de los trajinadores, el acoso cesa y se impone el acuerdo: es preciso tomar aliento tras la pausa de la muerte.
Autobiografía y confrontación de convicciones, es esa otra sincronía de los relatos encontrados. Por un lado, la escena inicial nos acerca al punto de partida de los contratiempos, la vida misma del director escapado de la muerte, trozo de escenario, utililería casi mortal y de allí viene a saldar cuentas, documento objetivo dentro de otro documento, la ficción sancionadora buscando el conjuro. El actor-novelista Milton Quero contempla su propio diseño, la obra imaginada y compuesta a pedazos, viene sin duda del rumor de una novela concluida y arrancada tal vez a ese mismo escenario donde los personajes perseguidos deambulan. Clara ventaja de la visión de conjunto, el metarelato donde cine, escritura y oficios se entrecruzan, privilegiamos la función aleccionadora del guión y damos por descontado el proceso técnico de estructurar el discurso, después de todo son tiempos de eficacia cibernética. Se trata de ver cuánto avanzamos en el puro horizonte de la disciplina, pues alejarse de un conjunto de clisés exitosos, locales y no, supone una consideración sobre el propio arte, pero éste también vive de las elecciones de un público, de sus gustos. Y sin embargo, Jacobo Penzo decide llenar un vacío antes que insistir en un catálogo susceptible de garantizarle aplausos y buenas notas de pasillo. Como bien pregunta alguien inquiriendo por el tono del proyecto de Rocco, si hay violencia y prostitutas, los ingredientes solventes. De eso se trata, justamente, de romper con relaciones determinadas por el marketing, y sólo es posible hacerlo desde una voluntad consciente donde se cuestione la tradición, después de todo el cine es un séptimo arte, y está probado que para serlo se debe resistir los extravíos del público.
La imagen de la torre desplomándose sobre Rocco (Jacobo Penzo en el hecho real) es como una declaración de principios, pacto de sangre para ser observado con solemnidad, son los riesgos de la disidencia, no se puede salir de un amasijo de muerte para ir a hacer concesiones en la esquina. Mérito evidente de Borrador es indicar en la dirección de otras relaciones, y no extrañas al quehacer venezolano, esas de la literatura y la soledad, y allí hay una digna herencia, ella suma en el haber de cierta identidad no panfletaria, de buen gusto y de recelo de una cultura de masas banal y banalizadora.
El trabajo está hecho, los espectadores están en algún lugar y si no, entonces deberemos prepararlos, los diez libros que Julio Miranda dedicó con fervor al cine venezolano hablan de un universo solemne, y esfuerzos como este recuerdan el sentido de aquella dedicación.
La propia gente de cine no parece haberse dado cuenta de cómo la notable descripción de Miranda ha servido para forjar la identidad intelectual del cine en Venezuela, su imaginario crítico. Ni un solo homenaje o recordatorio se le ha hecho a este autor generoso, y por muchas razones ejemplar.
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