A Gabriela, la mexicana, la conocí fortuitamente en el museo Pompidou. Ella, con ojos inquietos, escrutaba cada detalle del sito. A lo lejos me percaté de aquello. Al principio la miraba de reojo. Creo que nunca lo notó. Por lo menos no se lo confesé después. Gabriela sobresalía de los demás visitantes del museo, a pesar de ser una mujer muy normal. Su apariencia era más bien mundana, pero tenía algo que me llamaba la atención.
Tímido, como soy, guardé distancia por gran parte de la jornada. No sabía cómo abordarla. Cosas mías. A la distancia aprendí de ella instantáneamente algunos datos que me servirían a lo largo del viaje. Por ejemplo, Gabriela tenía la capacidad de gozar gratuitamente de una visita dirigida a ciertas áreas del museo. Sin que nadie lo notara —nadie, excepto yo— se unía a un grupo de turistas canadienses que habían pagado por un tour dirigido; de esta manera aprovechaba captar aquellos conocimientos sin tocar un euro de su presupuesto. Ella perfeccionó la táctica de agregarse a los grupos ajenos de tal forma que hacía preguntas y comentaba con todos los demás, cortando cualquier duda que pudiera generarse en el guía de turno.
A unos cuantos metros de distancia esperé mi momento. Cuando noté que Gabriela caminaba hacia otro grupo de turistas la perseguí y me puse a su lado. Ahí me instalé. Ella, instintivamente, levantó la mirada y, en principio, sonrío. Luego soltó una carcajada. Todos voltearon a vernos. Fue ahí cuando me percaté que este grupo era de japoneses. Estos turistas contrastaban completamente conmigo. Se notaba a leguas. Yo, con casi dos metros de altura, era, definitivamente, cualquier cosa menos japonés. Gabriela, muerta de risa, me tomó del brazo y me llevó hacia un lado. Ahí comenzó nuestra amistad.
Gabriela era fascinante. Mi primera impresión era cierta. Esa mujer tenía algo. Con ella hablé de todo y de nada. Era delicioso poder estar con alguien que dominaba cualquier tema. Intercambiábamos opiniones de nuestros países, hacíamos trueque culturales, nos reíamos, reflexionábamos, todo en una tarde. Además, ella contaba con un humor muy negro, cosa que me conmovió de inmediato. Oriunda del D.F., Gabriela había reunido por años el dinero para hacer este viaje. Estudiaba Sociología en la UNAM y su tiempo libre lo empleaba en viajar a Chiapas ayudando como voluntaria en labores con las comunidades. Además, tocaba el saxo. Una tipa completa por todos lados.
Ése día nos despedimos después de comer algo. Cómo es habitual cuando se es mochilero, cada quien toma su rumbo. Es una sensación muy extraña, porque se puede lograr una empatía tal que la despedida con alguien que apenas conoces se hace, por lo menos, algo nostálgica. Uno como mochilero nunca tiene la certeza de nada. Nunca se sabe a ciencia cierta si volverás a ver a tal o cual persona, si regresarás a un sitio.
En la noche de ese largo domingo, mi primer día en París, llegué al hostal y acomodé mis cosas para ir a dormir. Me acosté en la parte baja de la litera y no lograba conciliar el sueño, a pesar de estar totalmente agotado. Decidí bajar a tomar unas cervezas en el bar. Instantáneamente me uní a un grupo multicolor; lleno de alemanes, ecuatorianos, noruegos y un iraní. Al rato, escuché a lo lejos una carcajada que se me hacía muy familiar. Era Gabriela. Se hospedaba ahí mismo. Nos dimos un beso fraternal, como celebrando la casualidad. Otra —que no sería la última—, entre nosotros dos.
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Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50'W
Contacto: elchamodel114
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1 comentario:
eeeee qué bueno que han regresado las crónicas de mi mochilero favorito...ya era hora! bien por tí Pablito! espero verlas más seguido
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