20.3.07

Crónicas de un mochilero (XXII)


Adiós, París

La despedida se hacía inminente. Ya llevaba acá poco más de una semana y era tiempo de partir. No podía quedarme más, aunque debí radicarme en esta ciudad para siempre. Decisiones que se toman o no sin pensarlo mucho. Carecí de agallas. Estas calles me tendrán que esperar en otro momento que llegará. No había más París para mi. No por ahora. Una mañana lo decidí. Me voy.

En París caminé como nunca antes. La recorrí sin cansancio, en compañía o sin ella. Vi la ciudad de suburbios, de inmigrantes de todos colores, París clásica con el Hôtel de Ville y modernista a la vez llegando a La Défense. La ciudad del metro bohemio como los cafés de Montmartre y de jardines de colores fabulosos que abundan en Luxembourg. No era como la imaginaba. La realidad me superó siempre. En las galerías de Louvre, con todo su arte, con pasillos que se cruzaban y gente que se amontonaba frente a la Gioconda me dio jaqueca de tanto contemplar. Estaba el Arco de Triunfo, con la llama eterna al soldado desconocido que un mexicano apagó con sus micciones en el 98 en medio de la algarabía que produjo la victoria francesa en la copa del mundo. Y por supuesto, el nombre de Miranda entre los héroes de la revolución francesa. Todo me acompañó en París a lo largo de Champs Elysées y mucho más allá.

Le comenté a Gabriela, la mexicana, que partiría esa tarde. Tomaría un tren hasta Bruselas. Nos dimos un fuerte abrazo, fraternal, infinito. Era mi gran amiga, mi primera referencia de esta ciudad. La mexicana siempre me recordaría a París. Tal vez no nos encontraríamos otra vez a pesar del intercambio de correos, de números y direcciones. Me regaló una postal de Oaxaca, yo no había tomado esas previsiones y le di un sentido beso, de esos que son profundos y cargados de cariño. Nos sentamos a comer juntos como siempre.

— ¿Ahora qué, muchacho?
— No lo sé bien. En principio, llegar a Bruselas. Continuar con el viaje. A lo que vine. No te niego que siento miedo.
— ¿Miedo?
— Sí.
— No me vengas con eso.
— ¿Tú no sientes lo mismo?
— No, amigo. No siento miedo. Tampoco temo por ti. La soledad te sienta bien. Te veías muy bien, muy seguro cuando nos conocimos.
— Debe ser cierto. Te cautivé, porque nunca más me has soltado. Hasta ahora.
— ¡Qué idiota! Eres creído, muchacho. Además, tú te aferraste a mi.
— Es verdad ¿Es posible encontrarnos otra vez en un museo?
— Por lo menos no en Pompidou.
— ¿Y tú qué harás?
— Por ahora, quedarme unos días más en París. Luego quiero llegar a Orleans.
— ¡Olalá! Francia te cautivó.
— ¿A ti no? ¿Por qué no nos quedamos a probar suerte acá?

Sentado en el tren, vía Bruselas, aquella pregunta se hizo recurrente en mis pensamientos. La mexicana con su tono familiar me había dado con qué entretenerme. Creí que era muy pronto para decidir. Todavía falta mucho a este viaje, pensé.

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Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50'W

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