El cigarro se consumía sin remedio, abandonado, en el cenicero de cerámica china. Estaba elaborado a base de formas extrañas, con muchas aristas. El cenicero llevaba años puesto de la misma manera sobre la mesita de caoba. Abandonaba su postura en aquella mesa barnizada por unos segundos cada dos o tres días, cuando estaba repleto de colillas, y era ya momento de vaciarlo para no ensuciar la mesa con cenizas. La mesita de caoba, quizá el mueble mejor cuidado de toda la habitación, llegó una tarde a aquella habitación sin aviso. Desde entonces se había acoplado casi a la perfección a una gran cama de hierro forjado que sostenía dos inmensos colchones, ya roídos por el interminable paso de los segundos que parecían avanzar lentamente, pero de forma implacable, en aquella habitación sin ventanales. El modesto cuarto estaba compuesto también por una especie de biblioteca improvisada con retazos de madera acuñados sobre unos bloques de concreto. Aquella rústica biblioteca tenía todos los libros de Henri Troyat, decenas de ellos, la colección más impresionante del escritor de origen armenio, radicado en París desde siempre y muerto hace pocos días. La noticia de su muerte dio más vida a sus libros que traté de devorar una y otra vez, incansablemente. Los leía traducidos al español y en lengua original, especialmente disfrutaba la biografía de Rasputín y La nieve está de luto. Esta colección era mi orgullo, pero no tenía con quien jactarme, aunque mucho me habría gustado.
Mi vida solitaria era consecuencia de mis propias convicciones. Hace algún tiempo había tomado la decisión de aislarme, por decepción tal vez, de todo lo que me rodeaba. De un mundo que me costaba un montón comprender. No éramos compatibles. Yo, con mi calma asfixiante, definitivamente había nacido en otro planeta. Así lo asumí y nunca sufrí por ello. Al contrario, me producía enorme incomodidad, dolor quizá, tener que abandonar mi diminuto departamento una o dos veces por semana en procura de abastecer mis necesidades: cigarrillos, algo de comestibles y un poco de agua potable. Así es mi vida, austera, pero en definitiva mi vida. La considero divina, a decir verdad. En el apartamento heredado creé mi propio universo, mi sociedad particular. Créanme que soy muy feliz así. En ocasiones hablo con el espejo, tenemos en muchas oportunidades discusiones terribles que me dejan extenuado. Si alguien de afuera me viera no dudaría un segundo en asegurar que estoy loco, cuando, la verdad, no es así. No quiero imaginar qué pensarían si se enteran de mis amores con el cenicero, que constantemente penetro con el ardor de mis cigarrillos hasta que la pequeña braza de tabaco se apaga, extasiada. El cenicero siempre está dispuesto a más y yo, mientras doy placenteras bocanadas a mi cigarro, lo miro y pienso en su goce. Nos la llevamos muy bien, a decir verdad. Ninguno se queja y eso es lo que necesito. Lo que siempre quise.
Afuera se sufre, acá no. Acá las reglas las pongo yo y son flexibles. En temporadas está prohibido tomar un baño y la ley se cumple sin necesidad de castigar a nadie. Cuando eso pasa lo tomo con tranquilidad y no me ducho por semanas hasta que las reglas cambian y por fin siento las gotas de agua fría, liberadas, que se estrellan contra mi piel curtida. Y me regocijo infinitamente, con alegría desmedida por haberle dado cauce al agua de tonos marrones que sale de la ducha y que poco a poco va transparentando su esencia, como dándome las gracias. No hay de qué, muchachas y nos echamos a reír.
Cuando algún intruso toca la puerta, busco la mejor manera de espantarlo. El silencio es el mejor repelente contra los que quieren romper mi armonía. Así, al escuchar el golpe de una mano extraña contra la madera de mi puerta de entrada, hago silencio total. Pido lo mismo al espejo, a la mesita de caoba y especialmente al cenicero. Todos comprenden y no hay ruido alguno. El silencio da la señal que busco y al paso del tiempo el intruso desaparece. Y me percato asomándome cuidadosamente por una grieta en la chapa de la madera. No pueden darse cuenta de que estoy acá o me lo quitarán todo. Pongo en contacto el pabellón de mi oreja contra la madera y escucho en estéreo y nadie está por ahí. Voy de regreso a la habitación, caminando de puntillas, porque nunca se sabe de las mañas de los extranjeros. No me siento en la cama, por temor a que el hierro forjado haga algún chirrido. Él siempre ha mostrado rebeldía frente al silencio. Entonces, me siento en el piso y tomo algún libro de Troyat para hacerle compañía. Total, ahora, muerto como está, debe padecer de gran soledad. Al principio no es fácil y lo sé. Le tiendo mi mano y pongo mis sentidos a la orden. Poco a poco comprenderá una nueva manera, la mejor forma de vivir.
Ubicación al escribir esta entrada:
Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50'W
Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50'W
2 comentarios:
"Todo se reduce a dos posibilidades: o te consagras a vivir o te dedicas a morir"... Stephen King.- (La Redención de Shawshank -disponible en "Las Cuatro Estaciones").
A veces creo que estoy más muerto que vivo... ya leo que no soy el único... (y difícilmente seamos los últimos)... Saludos.-
almodovar sería gozaría si plagiase la escena del cenicero extasiado,el cigarro que se asfixia mientras eyacula su flama y la resequedad que tanto placer les deja a ambos.
sadista infelíz.
Publicar un comentario