30.4.06

Crónicas de un mochilero (III)


Bon voyage

Me asignaron el puesto 34G. Ese asiento daba al pasillo derecho del Airbus A330. A la izquierda estaba sentado mi compañero durante los 7600 kilómetros que separan a París de Caracas: Danielito. Un poco más allá estaban su mamá y su abuela. Imagino que Danielito tendría unos 9 años, tal vez se lo pregunté, pero no presté mucha atención a su respuesta. De lo que no me cabe ninguna duda es que Danielito es tan apasionado a los juegos de video como yo. Pasamos la mitad del recorrido descifrando la forma de resolver los juegos instalados en el avión. Cada uno tenía su propia pantalla en el asiento. De vez en cuando, Danielito notaba que yo echaba una mirada para aprender cómo él resolvía tan rápido las misiones y, generosamente, me decía la clave de acceso al nivel hasta donde él había llegado.

Un par de días antes de estar sentado en el avión había resuelto no dormir, de esa manera lo haría durante todo el trayecto hasta Europa. Hace algún tiempo había tenido una experiencia desagradable —producto de las siempre oportunas turbulencias— y no me imaginaba tener que pasar por eso otra vez en un viaje tan largo. Durante ese par de noches mi expectativa crecía en torno a lo que me deparaban las próximas semanas. Me preocupaba el hecho de no haber pagado los cuarenta dólares del seguro de viaje. “Ojalá no me arrepienta”, pensé.

Danielito ya se había cansado de jugar y decidió dormir un poco. Optaron por lo mismo la gran mayoría de los pasajeros. Estábamos a mitad de camino. Sabía que nos faltaba medio recorrido gracias a una pantalla que mostraba la ruta a seguir. En ella se apreciaba la imagen de nuestro avión, que era realmente insignificante en comparación con la inmensidad del Océano Atlántico. Me quedé un buen rato viendo aquello; esperando a que el condenado avión se moviera un poco en dirección a tierra firme. El avance era mínimo, a pesar de estar volando a una velocidad crucero de 900 Km/h.

Momentos antes de abordar el avión compré un paquete de cigarrillos y una barra de chocolate. Me senté en la sala de espera. Pensaba mucho, en tantas cosas. “Es raro, pero no me siento nervioso. Tampoco emocionado. Debe ser por el sueño. No he dormido bien en estos últimos días.” La voz del terminal llamó a los pasajeros con destino a la ciudad de París. Hicimos una cola breve, nos entregaron nuestros pases de abordaje y ya nos disponíamos a entrar en la aeronave. En ese momento, un par de guardias nacionales comenzaron a interrogar a todos los hombres que nos dirigíamos hacia el pasillo que une el terminal con la puerta del avión. Parecía que buscaban a algún delincuente. Les dije el motivo de mi viaje, cuanta plata llevaba conmigo y mi fecha de regreso. Me dejaron tranquilo y así entré al avión. “Estos pendejos no me van a estropear el viaje”, me dije.
Habían pasado unas siete horas desde el despegue y todos estaban durmiendo dentro del Airbus A330. Sólo yo quedaba despierto. Danielito roncaba mucho -tanto como su madre-. Creo que pocos niños de su edad lo hacen con tanta fuerza. Pero no era culpa de sus ronquidos mi desvelo. Algo se había interpuesto en mis planes previos. Creo que el saboteador era yo… y mis ganas de llegar rápido. No podía pegar un ojo. A mi derecha estaban sentadas dos francesas, de edad madura y lesbianas. Eran pareja. No sé si me di cuenta de que eran lesbianas por llevar el cabello muy corto o por los constantes besos y caricias que se regalaban unas horas atrás. “!Esto tiene que ser una buena señal!”, imaginé mientras indagaba imaginariamente un poco en la vida de los pasajeros que estaban a mi alrededor. Pronto me sorprendí de las cosas que averigüé y, con mucho pudor, dejé a un lado la tarea de husmear en el pasado de esos perfectos desconocidos. A otra cosa, y decidí ver una película para pasar el tiempo.

— ¡Levántate! ¡Ya llegamos!— Fue lo primero que oí antes de abrir los ojos. Danielito había recargado sus baterías y sonaba muy contento. Yo, me había quedado dormido apenas a los 10 minutos de comenzada la película. En ese momento no sabía si golpear con fuerza a aquel niño que me había ganado en los video juegos, roncaba terriblemente y cortó en seco mi sueño o, por el contrario, abrazarlo y darle las gracias por darme la oportunidad de ver cómo sobre volábamos la inmensa capital francesa.

— Gracias, Danielito…

— Señores pasajeros, nos preparamos para el descenso. En breves minutos estaremos aterrizando en el Aeropuerto Internacional Charles De Gaulle de la ciudad de París. Abrochen sus cinturones y pongan el espaldar de su asiento de forma vertical. Gracias por volar con nosotros. La hora local: 8:15 de la mañana— me interrumpió la voz ronca del piloto, dándole así inicio a mi aventura.

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