21.5.06

Crónicas de un mochilero (VI)


Cuarenta grados a la sombra


El primer día, fui a conocer el barrio con El Tuyío. Me mostró dónde quedaban los bares de confianza —es decir, dónde nos podían fiar—, el supermercado y el abasto de los chinos. Los chinos vendían harina pan y malta. “!Estos carajos son arrechos!”. Luego fuimos a comprar tres Xibecas de un litro —estas cervezas eran las más baratas. Costaban 99 centavos— para comenzar a celebrar mi llegada. En la mochila yo traía dos botellas de ron, un cartón de cigarros y dos litros de Coconís —la bebida favorita de El Maestro—. Con eso teníamos material suficiente para comenzar la celebración. Cuando íbamos de regreso al apartamento le dije:
—Tuyío, vamos al abasto a comprar un poco de agua que el calor está arrecho.
— No vale, no gastes la plata en eso. Guárdalo para la caña. Acá se puede beber agua del grifo. Es mejor, créeme.
— ¿Seguro?
— Sí. Es más, allá hay un bebedero. Vente y bebemos un poco.
— ¿Hay bebederos en las calles?
— Sí, eso es un servicio público. Además, es una tradición. Las más famosas son las Fuentes de Canaletes. Si bebes de cualquier bebedero en la calle vuelves a Barcelona. La gente toma agua de esas fuentes para regresar.
— Fino. Así mato dos pájaros de un tiro.

El día que llegué a Barcelona el calor era insoportable. Uno de los veranos más fuertes de los últimos años, según se comentaba. Existe la creencia popular de que si un verano es muy caluroso, el invierno siguiente el frío será igual de insoportable. De verdad, yo que vengo del Caribe, puedo decir con propiedad que el calor que vivimos esos días era desagradable, pegajoso. Barcelona está a orillas del Mediterráneo y eso hace que la poderosa mezcla de calor y humedad se lleven a la tumba a decenas de personas por deshidratación en temporadas así. Los viejitos siempre son los que más sufren.

Por la calle todo el mundo va en bermudas y franelillas. No hay otra forma de vestirse con ese clima. Si bien es cierto que Barcelona es una ciudad cosmopolita, eso no queda claro hasta que uno se monta en un vagón del metro durante el verano. El extraño buqué que se respira es insoportable en horas pico. Uno se pregunta por qué en esos países del primer mundo la gente pareciera prescindir del desodorante. El olor de los distintos cuerpos que viajan hacinados entre estación y estación es particularmente fuerte. Un tufito duro de sobrellevar. A la larga, como siempre sucede, uno termina por acostumbrarse y entra en la dinámica. Confieso que al principio es muy difícil de sobrellevar.

Las noches en el apartamento no eran nada frescas. En ocasiones nuestro sueño fue cortado en seco por el calor; era entonces cuando nos encontrábamos todos en el balcón, después de la respectiva parada en la cocina en búsqueda de un par de vasos con agua. Eso se había convertido casi en un ritual. Nos fumábamos un cigarro, hablábamos de cualquier pendejada y luego intentábamos dormir otra vez. Cuando regresábamos a la habitación todas las sábanas estaban empapadas de sudor. Alguna vez opté por dormir en el piso, buscando un poco de frescura. Una de esas noches alguno de nosotros durmió en el balcón. Muchas veces rompimos esa rutina, suplantándola por otra mucho más agradable: nos íbamos de rumba —o marcha, como le dicen allá— hasta el amanecer.

Ubicación al escribir esta entrada:
Latitud 10° 30' N, Longitud 66° 50' W
Contacto: elchamodel114

1 comentario:

Anónimo dijo...

"Cuando regresábamos a la habitación todas las sábanas estaban empapadas de sudor"

seguro en tu cabeza eso suena mucho mejor que en la mia, verdad?